sábado, 21 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Otra semana que se nos escapa. Arena entre los dedos, los días se filtran sin diferencia ni novedad, sin asombro ni milagros.

La rutina nos empaqueta. Nos pule y nos lustra. Nos deja igualitos los unos a los otros. Y si somos todos iguales, si todos tenemos y soñamos lo mismo; si todos comemos la misma basura y vestimos los mismos harapos, ¿cómo podemos decir que tenemos identidad? ¿Cómo sabemos quien es quién? ¡Ah, pero lo sabemos! Alguien nos sopla cuando lo olvidamos; alguien nos da un mamporro y volvemos al camino.

El calendario no sirve. Medimos el tiempo por el despertador, las pantuflas, la ducha, afeitarse y perfumarse, desayunar alguna migaja, ponerse el saco y salir al smog, las bocinas, el griterío infernal; subir a un barril de aceitunas y bajar como se pueda; sentarse, sacudir papeles, atender teléfonos y pintar sonrisas de frío marfil de imitación; correr la carrera con una porción de pizza en la mano y volver a la cueva; más gritos, más café, más abrochadora, planilla de cálculo y marfil, todo el marfil que queramos. Otro barril y a embobarse. Asimilar porquería un par de minutos más. Cena, postre, cafecito con coñac y a embalsamarse. El universo llega a su fin entonces. Todo se destruye, se mezcla y se amasa; se hace la luz y todo renace. El ciclo no se termina; es eterno, interminable, aburrido y carcelero.

Y mientras tanto, la pobre identidad fotocopiada que tenemos por documento sueña con un mundo a colores, con la mujer del prójimo y con el partido del domingo. El almanaque adelgaza en hojas, nosotros adelgazamos de sueños y esperanza. La rueda avanza y pisa al que se le ponga en medio. Como los caballos, sólo se nos permite mirar hacia adelante, nunca a los costados; no sea cosa de que veamos al vecino y decidamos jugar a las cartas; no sea cosa de que hagamos un amigo y seamos más fuertes; no sea cosa de que nos enamoremos de una mina y queramos rajarnos al carajo a comer perdices.

El domador ya no usa su látigo. Ahora tiene un palo del que cuelgan treinta y tres millones de zanahorias marchitas que nos tientan a dar un paso, después otro, siguiendo el ritmo de la rueda, siempre girando en torno al mismo eje de engaño y aceptación, de robo y resignación, de risotada y cabezas gachas. Reconociendo la genial estrategia, una sombra hace a un lado su hortaliza y sale corriendo. La buscan y la machacan con organismos recaudadores y reglas de convivencia urbana. Indiferentes, seguimos empujando la rueda. Ellos saben que tienen la vaca atada.

Pero ahora todo cambia. No queremos ni zanahoria ni plazos fijos ni convertibilidad. No queremos grabadoras ni heladeras. No queremos seiscientos canales ni anchos de banda. Incontenibles, las sombras se agitan, gritan, se revelan. Nos besamos y jugamos al truco; nos casamos y procreamos y corremos por el bosque y remontamos barriletes de esperanza. Nos teñimos de luz, nos manchamos de diferencias. Dejamos de ser uno para ser muchos, incontables. Tiramos la casa por la ventana y nos fumamos un pasto cualquiera. Hacemos una Gran Fogata Gran con las chequeras, los juguetes, los aparatos y los anchos de banda. Cocinamos nuestra esclavitud y nos damos una panzada.

Desesperados, ellos nos vuelven a regalar pinturitas y crayones y plasticola. Como nada funciona se meten en nuestras casas y nos ponen bombas; las desarmamos con una cuchara y se las prendemos fuego también. Nos pintamos la cara con barro, armamos unas pancartas rojas y corremos a saturar autopistas, bocacalles, pasos a nivel, escaleras mecánicas, obeliscos y monumentos históricos. Escupimos a la historia, los héroes y a sus mismísimas madres que los parió. Estamos hartos, decimos; estamos furiosos, decimos. ¡BASTA YA!, decimos. Seguimos gritando, eufóricos, desesperados, sedientos de justicia, de sangre, de palazos, gas lacrimógeno y guerra civil. Rompemos vidrios y quemamos autos, aplastamos barricadas. Estamos unidos, respiramos libertad. Revoleamos cadenas, piedras y tachos de basura. Somos fuertes. Somos treinta y tres millones de llamas enfurecidas.

Desesperados, ellos salen al balcón. Con lágrimas en sus mejillas, con dolor en sus miradas, nos abren sus corazones. Patalean por el tiempo perdido, por la injusticia, por el dolor. Se tiran la pelota y hacen mea culpa. Nosotros guardamos silencio; por dentro, sin embargo, gritamos jubilosos "¡Victoria!". Por último, se toman de las manos, inundados en lágrimas. Bajan la cabeza y nos piden perdón.

Ante la gloria de sabernos vencedores, no sabemos qué hacer. Se ofrecen a guiarnos. "Están perdonados", decimos; nos ponemos otra vez el traje de sombra y a seguir empujando la rueda se ha dicho, que estamos atrasados.

La rutina y el engaño nos arropan una vez más, y volvemos a añorar los barriletes y las flores, el cielo azul y las ropas de colores, imaginando cuándo nos darán otra excusa para pintarnos la cara y salir a romper cosas, a pretender que nosotros - y no ellos - dirigimos la rueda.

viernes, 13 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Fue ésta una semana anómala, un pequeño regalo de la superioridad para calmar nuestra ansiedad de libertad. Recursos que tienen Ellos para mantenernos calladitos y felices, rompiendo huevos e ingiriendo pastillitas de felicidad. Patrañas. Nos mienten, pero no nos ocultan la inmundicia. Nos brindan, en cambio, una caja llena de pinturitas para dibujemos nuestra propia pantalla, a gusto y piacere. Y somos como niños: olvidamos nuestro hambre o moretón de turno mientras tengamos algo que hacer, una nueva pavada que jugar. Estamos jodidos.

Hablamos de historia, de la evolución del hombre, de repetidas revoluciones y conquistas, del 9 de julio. Mientras tanto, nos tocamos la escarapela y cantamos el himno, esperando escuchar la letra de quien tengamos al lado porque no la sabemos. Hipócritas somos, porque es la única enseñanza que supieron darnos. La mentira y el engaño están presentes en el aire que respiramos; un virus que no come leucocitos ni corroe hígados, sino que mastica bocados de alma como si de una golosina se tratara. Este aire porteño que nos instruye en la puteada como presentación y la escupida porque sí, en patear perros y gatos por igual, en parar el colectivo a tres metros del cordón y robarse ceniceros del bar.

Somos porteños y lo decimos con orgullo, y al mismo tiempo se nos encoje el corazón de vergüenza: la vergüenza de ser porteños y hacer de ello un acto público. Declaramos que somos importantes, que hacemos la diferencia; todos y cada uno de nosotros cree que es mejor que los demás, y la cuenta termina dando que todos somos la misma paparruchada.

Compramos. Compramos cosas y más cosas para ser alguien, como si uno fuera más inteligente por cagar en un inodoro con olor a lavanda. Sabemos que nos tiramos pedos como cualquier hijo de vecino, pero ¿qué importa?: vestimos pantalones con chapitas brillantes. Consumimos y nos pegamos las etiquetas de los precios en la frente. El DNI no vale nada; para ser socio hay que presentar la boleta de la luz o del celular. No tenemos identidad. Somos rusos, tanos, gallegos, suecos, portugueses, mejicanos, maoríes, croatas, yugoslavos, turcos, iraquíes, peruanos, bolivianos, chilenos o puertorriqueños: cualquier cosa con tal de no ser argentinos. Cuando nacemos no tenemos ni etiqueta ni precio ni oferta de la semana ni pan bajo el brazo. Hijos del hambre y la revolución. Hijos del aceite caliente revoleado desde una terraza. Hijos del gomerazo y la bicicleta del dólar. Hijos de cualquier parte.

De pronto nos sentamos en una plaza, y miramos a nuestro alrededor. Nos sentimos en paz. Una paloma engulle una migaja de pan o un maíz, una madre pasea con su hijito, un grupo de nenes juega a la pelota. Contemplamos los enormes árboles, y los imaginamos cuando no eran más que una ramita mísera que apenas se asomaba. Miramos el cielo, azul, eterno. Los bancos y el caminito de ladrillo picado. Los canteros con flores algo descuidadas. Un tacho de basura repleto. Uno o dos faroles despintados que, sorprendentemente, conservan intacta su lámpara. En medio de la tregua, una vez más nos preguntamos quién somos, cuál es nuestro lugar en la sopa. Más allá de la plaza se adivinan los bocinazos y la furia, la terrible furia que mueve la ciudad y el mundo, siempre hacia adentro, un paso más cerca de la inmundicia. Pero eso está lejos, pues la plaza es el mundo ahora, una tregua, una prudente distancia entre nosotros y Ellos. Una zona franca. Aquí podemos pensar, y las respuestas sean tal vez un poco más sinceras. Pues mientras encontremos paz, Ellos - los otros - no pueden bombardearnos con sus multiprocesadoras y celulares y paginas web y frescura a toda hora y suavidad total y máxima rentabilidad. Aquí la realidad se reduce a la paloma y el banco, la madre y el caminito, el farol que compite con el árbol.

Cerramos los ojos, nos inundamos de fragancias. Una vez más - tal vez la última, si llegásemos a perder la esperanza - nos preguntamos quiénes somos. Y la respuesta llega natural, inquietante en su simpleza. Nos asustamos. Abrimos los ojos, y nos sentimos cubiertos de sudor. La madre y la paloma y los nenes se han ido. Notamos que hay menos luz; el sol se escapó a trote ligero mientras meditábamos. Pero ha valido la pena, pues hemos encontrado la punta de la madeja. Ya podemos comenzar a desenredarla. Tiraremos un poquito hoy, otro poco mañana. Desharemos un nudo aquí y otro allá. Despacio, muy despacio, la madeja irá desapareciendo. Y en algún momento ya no habrá madeja, sólo hilo; kilómetros de hilo azul. Ellos nos ofrecerán entonces pinturitas fluorescentes, crayones mágicos, muñecos que hablan y bonos pagaderos a diez años; películas con efectos especiales y figuritas; reproductores de música, grabadoras de imágenes y cámaras de fotos; lavarropas que caminan y cuentan chistes; monopatines con radio y lucecitas de colores...

Les diremos, entonces, que se los metan en el culo.

domingo, 8 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Semana podrida la que hoy nos toca enterrar. Dividida entre la ignorancia y la indignación, entre el cuchicheo y las patadas en el trasero, fue la furia el parámetro que tiñó las horas, alargándolas en su tediosa continuidad. Pero por suerte todo llega a su fin. Nos vamos a dormir y creemos - esperamos - que la mañana nos regale un día mejor, un futuro más sano y justo.

Por supuesto, la mañana ha sufrido millones de vidas, y es más sabia que nosotros. Nos revolea, entonces, una piedrazo de realidad que nos da en medio de la cara. Nos despertamos sobresaltados, confundidos... ¿se habrá cumplido nuestro sueño? Nos rodean el despertador, las sábanas sucias de olor a pesadilla, el cielorraso manchado de humedad y una mesa de luz con una biblia y una revista porno. Allí, sentados en la cama, sintiendo aún en la cara la certeza de haber despertado al mismo anacronismo de siempre, suspiramos con credulidad: "Tal vez mañana..."

Pero tal vez no haya un mañana para nosotros. Tal vez un gordo ignorante y aburrido apriete un botón rojo mientras le da sin asco a uno de milanesa completa y volemos todos en pedazos. Quizá nos aplaste el contagio general de alguna fiebre africana y terminemos escupiendo los pulmones en un atraque de tos. ¿Pero qué podemos hacer? Nada. Tenemos que seguir metiéndonos en el barril de aceitunas todas las mañanas para ir a dejarnos violar por ellos, por los otros. Tenemos que bajar la cabeza y pagar el incentivo docente y el impuesto al caramelo. Todo se trata de romperse el alma trabajando para pagar los impuestos que nos permiten trabajar.

Nos entrenamos. Vamos a la escuela primaria, le compramos una casa quinta a un tal Santillana y leemos poemas de Borges sin saber dividir con decimales. Nos inundamos de collages y transportadores y llamados de atención por reírnos en la clase de matemáticas. Aprendemos historia universal, geografía de Europa y literatura norteamericana, pero ni siquiera sabemos qué bondi nos deja en Plaza Francia o quién mierda escribió el Martín Fierro. Vamos al viaje de egresados de Córdoba y nos decimos que es lo mejor que nos pasó en la vida. Lloramos y nos abrazamos y nos apretamos a una mina. Al día siguiente nos cruzamos en la calle y no nos reconocemos o nos hacemos los pelotudos.

Vamos al secundario y ¡es otra cosa! Nos tratan de señor y nos ponen amonestaciones. Nos levantamos minitas y aprendemos a pelear por una mirada o un sánguche de salame y queso. Aprendemos calcular derivadas y a dibujar balances, a forjar el país y a amar al prójimo. Aprobamos con un machete y ya somos el futuro de la patria. Fabricamos sueños: nos regalan la ilusión de ser gerentes de una importante empresa o interventor de auditoría financiera o presidente de la asociación para poner cosas sobre otras cosas.

Después de todo, no tendría sentido estudiar si fuéramos a terminar siendo taxistas o albañiles o heladeros o vendedores de estampitas, ¿no es cierto? El pueblo no necesita saber nada mientras estén ellos, los otros, para decirnos cómo son las cosas, qué es bueno y qué es malo, qué hay que pensar y qué hay que olvidar, qué mierda podemos soportar y qué mierda mejor no tocar. Podemos dormir tranquilos.

Aceptamos nuestro destino. Nos sometemos a la historia y el mundo marrano que nos atropella con medidas de calidad y metodologías negreras y estructuras jerárquicas y sistemas on line. Aprendemos a vivir en la basura e incluso nos acostumbramos. El olor a podrido parece desaparecer si lo respiramos lo suficiente. La fuerza de la costumbre nos lleva a pensar, a veces, que todo está bien: que la rueda gira y gira suavemente, que todos empujamos con voluntad y decisión, que ellos nos avisarán cuando una piedra se ponga en el camino.

Y de pronto sentimos un dolor en el culo que no se aguanta y nos damos cuenta que estamos mordiendo el polvo, tirados en la calle. Un perro nos mira y se va, cagándose de risa y sacudiendo la cola. Nos levantamos, nos sacudimos el traje. Miramos la puerta que se cierra; tras ella, cobijados en una oscuridad que nos rechaza, dos ojos rojos lloran lágrimas de carcajada. Recordamos y vemos en esos ojos la misma hipocresía que nos pidió perdón de rodillas cuando quemábamos autos y pateábamos tachos de basura.

Bajamos la cabeza, y somos tan infelices que se nos ocurre pensar que es culpa nuestra. Recordamos todas las veces que llegamos tarde porque se atrasó el barril, todas las veces que no terminamos esos putos informes a tiempo o aquel día cuando miramos a los ojos a un gerente. Los justificamos con esas fantasías al olvidar que nunca tuvimos el control, nunca fuimos parte de ninguna consideración. Engrosamos números negativos, aparecemos en las noticias y tenemos que salir a robar para alimentar a nuestros ocho hijos. Nos persiguen, nos muelen a palos y nos meten presos. Nos cobran multas y nos embargan la casa. Nuestras esposas se van con el mismo gerente que nos rajó al carajo.

¿Tenemos alguna elección? ¿Podemos cambiar el mundo cuando no tenemos ni una moneda para volver a casa? ¿Está en nuestras manos hacer que nuestra vida sea mejor? ¿O tenemos que creer, por el contrario, que la única que nos queda es ser la puta de un forro que se pasa la vida jugando al golf, fumándose medio selva amazónica y montándose a todas las bailarinas de Sábado Bus? ¿Dejar que nos rompan el orto una y otra vez a cambio del pancho y la coca?


Este mundo es un lugar de puta madre...

pero sólo para algunos.


Pongo en sus manos, amables amigos, la decisión final.



"A veces uno no es dueño de sus actos, pero mientras no lleve una mancha en su conciencia es libre de andar."

(colaboración de Mariano Sola)

viernes, 6 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Otra semana que se va, de la mano de un viernes paposo, insulso. Tras el ojo que nos mira constantemente, huye de nosotros una sonrisa macabra, dibujada por los dientes que mastican nuestra voluntad y nuestra fe. Nos levantamos y ya queremos acostarnos nuevamente. Cansados de trabajar, de descansar, de vivir y de pensar en la muerte, somos maniquíes de gelatina, perros que tiran del trineo en el que se montan unos pocos hipócritas de bolsillos llenos y sesera reseca.

Nos preguntamos si no hay un mundo mejor.

Lloramos la misma lágrima una y otra vez; compartimos un pañuelo húmedo y deprimente, sabiendo que el esfuerzo es fútil pero incapaces de escapar. Miramos a nuestro alrededor e inventariamos las cosas que nos desagradan. Corroboramos la lista y entre un ítem y otro vemos nuestro nombre. Nos entristecemos pero seguimos tomando el colectivo de siempre.

Nos preguntamos si tenemos otra opción.

Llamamos al 110 y nadie sabe nada. Nos esconden la respuesta y después la pierden. Ya no hay respuesta. Habrá que fabricar una nueva, nos decimos. Y la pulgosidad amable que nos alumbra, nos barre y nos limpia nos cierra la puerta en la cara, matándose de risa como si fuésemos bufones lastimosos, militantes de un humor barato y prefabricado. Les creemos, ¿por qué no? Carnaza de una albóndiga irreconocible, rodamos hacia una rutina que nos droga de resentimiento y agobio. El mundo se cansa de nosotros. Insistimos en que somos libres, continuamos la comedia amarga y creemos que nos van a aplaudir cuando termine, un apretón de manos y tal vez una flor. En lo profundo de nuestros corazones triturados conocemos la verdad.

El gusano del tiempo nos come desde adentro, ensañándose con esta dichosa actitud de dejarse vejar por ellos, por los otros. El gusano engorda porque sabe que él seguirá aquí cuando seamos polvo.

Y en medio del cansancio, en medio de la ceguera que nos llena de ira e impotencia, de codicia y resignación, vemos una luz. Una luz que nos invita a vender nuestras baratijas, a quemar nuestros ranchos. Una luz que promete tardes de sol y paseos entre los árboles, agua fresca, siestas amables y amistades eternas. Una luz que vemos y repudiamos, porque representa todo lo que no somos, todo lo que nos falta. Una luz que nos inunda de deseo, de ímpetu... algo que no estamos acostumbrados a sentir.

Una luz...