domingo, 8 de julio de 2001

La Reflexión de la Semana

Por fin hemos decidido que estamos hartos. Indignados ante la batata política, ante la poda sanguinaria y sistemática de nuestros chanchitos, empezamos a juntar palos.

Amontonamos neumáticos en una esquina y en la otra. Los prendemos fuego y acorazamos la cuadra. Protestamos porque el basurero no pasa todos los días, porque el almacenero se quedó sin caramelos Fizz, porque ya no se venden las figuritas “Basuritas”. Enarbolamos la bandera, nos tatuamos símbolos patrios en la frente y salimos a revolear fruta podrida. Acto seguido, maldecimos a los políticos, a sus familias respectivas, a las instituciones en las que reptan, al país que cobija esas instituciones, a la historia que forjó la necesidad de ellas, a los próceres que fabricaron nuestra historia, a los indios que poblaban la pampa por ser indios y por poblar la pampa.

Superamos nuestra barricada y explotamos. Llegamos a la esquina y vemos que el barrio es un campo de batalla. Las viejas se tiran de los pelos. Los viejos se dan piñas y se agachan para buscar la dentadura. Los pibes se dan con la gomera y sus padres ya están cargando la ametralladora.

Nos miramos los unos a los otros y comprendemos que hemos perdido algo; un factor esencial de nuestra identidad que nos hacía compatriotas, y cuya falta nos rebaja a monos de culo pelado que se matan a piñas para merendar un piojo mugriento.

Tiramos los palos al fuego, decididos ya a buscar la paz. Cuando se hubieron consumido, apagamos el fuego de los neumáticos.

Hablamos con los combatientes y reducimos sus llamas también. Los viejos se levantan, los niños les alcanzan las dentaduras perdidas. Los hombres se abrazan, húmedos de alegría. Las viejas se peinan y chusmean alguna pavada. Todo ha vuelto a la normalidad.

¡Pero a no olvidar!, nos decimos. Unos cuantos nos unimos y organizamos una movilización pacífica. Juntamos miles de personas, unidas todas ellas por un sentimiento de confraternidad. Las lideramos en el camino de la bondad, predicando moralidad de la buena por los mismos medios que antes usábamos para despotricar contra nosotros mismos.

Nos convertimos en amigos de todas las cosas, redentores absolutos, jueces imparciales, ejemplos para la posteridad. Nos envolvemos en ropajes blanquicelestes e invadimos Plaza de Mayo. No clausuramos, sin embargo, ningún acceso a ninguna parte.

Nos hacemos oír. Cantamos el Himno Nacional a viva voz, plenos de orgullo y pasión. Nuestras lágrimas alimentan un río único que barre los sedimentos de nuestra ceguera, de nuestra impotencia.

Somos la Nación. Somos la Patria. Y hemos venido por lo que nos corresponde.

Entonces salen ellos, los otros. Nos sonríen sus sonrisas de marfil y dibujan ademanes circenses en la niebla de invierno. No les damos pelota y seguimos con la nuestra. No entienden que no estamos aquí por ellos. No entienden que ya no importan, porque hemos encontrado otro camino.

Pero pronto se les hace evidente que esta movilización no es como las otras. Se miran entre ellos y comprenden que esta vez están jodidos, acaso. Levantan el teléfono rojo y aparece la caballería.

Humo, balas de goma y palazos en la nuca. Somos muchos, pero estamos agotados. Nos dispersan la voluntad en una estampida de fuerza de choque.

Volvemos al barrio y restauramos la barricada a las apuradas. Ahora sólo queremos protegernos. Nos ocultamos y rezamos por que no nos persigan. Ellos, viéndonos derrotados y miserables en nuestras madrigueras, vuelven a sus cuevas oscuras.

Comprendemos que no podemos sembrar si la tierra está llena de piedras y hierba mala. Y sabemos también que el único arado que servirá en este campo se carga con pólvora. Pero no somos soldados. Somos simplemente gente. Y no queremos ver a nuestros pibes de cinco años manejando un fusil que pesa dos veces más que ellos.



Entonces nos resignamos y volvemos a empujar la rueda.



Pero la sombra que nos envuelve ahora ya no es la misma; cicatriza en ella la esperanza de que, algún día, surja un héroe que nos enseñe a gritar sin tener que despojarnos de nuestro traje de buena gente.



(Dedicado a esos próceres contemporáneos y anónimos cuya férrea voluntad riega el orgullo de nuestros hijos, y dibuja en el pizarrón de nuestra sociedad ávida la ecucación perfecta de la bondad.

Quiénes son, no lo sé. Cuántos o bajo la sombra de qué árbol se amparan, tampoco. Pero hay que apostar por su existencia de todas formas.)