miércoles, 12 de septiembre de 2001

La Reflexión de la Semana

Si bien siempre tratamos de creer la mentira, de revocar a fuerza de voluntad y acostumbramiento su evidente falsedad, tal vez nunca dejamos de saber que tarde o temprano habría de caer.

El estruendo de dicha caída ha sido espantoso.

Ellos, los otros, nos fabricaron la mentira para que pudiésemos vivir tranquilos, sin preocupaciones, dedicando nuestras horas a dejarnos violar por ejecutivos de cuentas e intereses anuales. Nos prepotearon una enorme muralla de cartón pintado, y custodiaron su integridad con balas de goma, boletines oficiales, refutaciones históricas y paparruchadas varias. Alquilaron opiniones públicas para distraer nuestras ideas y nos mandaron por correo los balances y presupuestos de nuestras ilusiones.

Nacimos en medio de la mentira y terminamos por aceptarla y pregonarla. Con el tiempo olvidamos que mentira era, y a falta de falacias más convincentes la disfrazamos de verdad.

Funcionó durante algún tiempo. Creímos que estábamos seguros. Creímos que la desgracia nos era ajena, que ellos nos protegerían de la peste y la desnutrición, del sida y la guerrilla, de las armas químicas, de la navaja en los riñones a cambio de cinco pesos y dos caramelos Tic-tac. Escudamos a nuestros hijos tras la boleta de la luz y del alumbrado; pagamos el seguro del monopatín y respiramos tranquilos. Regalamos nuestros pibes en Malvinas y nos consolamos en nombre de la patria, de Dios y de los próceres versión Santillana.

Y ellos, mientras tanto, agregaban un subsuelo más a sus guaridas, rezando que el día no llegara antes de que pudieran cerrar la escotilla y refugiar sus traseros fruncidos de terror.

Viendo cómo se derrumba la mentira ante las cámaras, oliendo la sangre, la carne quemada, el llanto sorprendido de los que se salvaron por un pelo, somos tan idiotas que nos preguntamos cómo pudo pasar esto.

Nos regalamos un segundo y reflexionamos.

Pensamos en nuestras propias pantomimas; en los piquetes y en las gomas encendidas en las esquinas. En los escraches y en las huelgas de hambre. En mostrar hoy la cintita negra que mañana nos servirá de pañuelo.

Miramos el mapa y suponemos que más allá del horizonte también hay gente. “¿En qué idioma hablarán?”, nos preguntamos. “¿Tendrán alma, como nosotros? ¿Llegará hasta allá la cigüeña?”, nos decimos, mirándonos incrédulos.

La segunda explosión resuena en los televisores como el sí desesperado de un dios harto de nuestra ceguera. Volvemos a mirar el mapa y ya no vemos un punto y una leyenda. Ahora vemos personas. Gente tan desesperada como nosotros. Otra gente, pero no son “los otros”.

Y los otros están cerrando despacito la cortina del balcón famoso, bajando las escaleras de puntillas y metiendo la cabeza en un agujero. Los otros se están llenando los bolsillos con sus (nuestros) tesoros para salir rajando cuanto antes. Los otros nos están diciendo que nos quedemos tranquilos al tiempo que el helicóptero parte hacia algún lugar seguro.

Nos miramos los unos a los otros y comenzamos a comprender. La mentira de deshace; se deshace como una telaraña castigada por el huracán inevitable de una desesperación que deberíamos estar sintiendo nosotros.

Vemos el humo y los cadáveres; los heridos; los escombros. Ellos han recibido el mensaje, pero la sangre que se filtra hacia el seno de la tierra es sangre inocente. Once mil almas tan llenas de ilusión como las nuestras se extinguen para que ellos abran los ojos.

¿Lo consiguieron? ¿Han comprendido por fin? ¿Han comprendido que no pueden mantener sus instituciones de espuma por siempre, que la fantochada tarde o temprano acabará por deshilacharse?

Mientras los otros deciden qué bomba usar como represalia, nosotros debemos interpelarnos con honestidad. ¿Quiénes son las víctimas? ¿Quiénes son los responsables? ¿A qué bando pertenecemos nosotros?

Las respuesta no puede ser otra.

Nosotros somos las víctimas. Somos víctimas de las explosiones que resuenan en la otra punta del continente, y de los piquetes que no nos dejan cruzar el riachuelo. Somos víctimas de las lluvias de bombas que caen en África y del impuesto al caramelo que nos cobran para pagar un campo de golf y un casamiento a todo trapo. Somos víctimas de esto y aquello. Somos víctimas de los otros y de nosotros mismos.

Los responsables son ellos, los otros. Los que nos piden disculpas cuando los tapa la porquería. Los que nos prometen el paraíso cuando nos morimos de hambre. Los que tirotean a nuestros hermanos en África, en Vietnam, en Ucrania, en el Golfo, en España, en Colombia, en Ecuador, en Brasil, en China. Los que nos robaron el continente cuando corríamos medio desnudos por la selva, revoleando piedras y flechitas.

Los que masacraron a los pibes en Malvinas. Los que nos robaron treinta mil padres, hermanos, madres, tías, amigos y colegas hace veinticinco años.

Los que nos venden su libertad prefabricada, sus modelos sociales, sus asesinos seriales, sus flagelos, sus prostitutas, sus predicadores y sus píldoras para recordar que olvidamos tomar alguna otra píldora inútil: una canasta familiar de oferta que nos meten por la nariz, por los ojos, por la boca, mientras un payaso nos distrae con morisquetas y un turro nos vacía la billetera y el corazón.

Los que se insultan para la foto, y después se bajan un vino en la suite. Los que esgrimen muecas de dolor para afanar un voto más. Los que ordenan masacres en pijama y con pantuflas, ebrios de whisky y poder. Los que organizan revoluciones desde una cueva y mandan a sus hijos de cinco años a sembrar bombas en hospitales y escuelas. Ellos, los otros, son los responsables.

En cuanto al bando al que pertenecemos… es el único bando que vale la pena defender. El bando de nuestra familia. El bando de nuestros amigos. El bando de nuestros hermanos latinoamericanos. El bando de nuestros hermanos de África, Asia, Europa y Oceanía. El bando de los que mueren en atentados. El bando de los que quedan en el campo de batalla. El bando de los oprimidos, de los hambrientos, de los enfermos, de los locos. El bando de nuestros abuelos, de nuestros nietos. El bando de nuestras miserias, de las ilusiones que nos robaron pero que esperamos recuperar.

El bando de la justicia.

El bando que tarde o temprano va a triunfar.



Dedicado a quienes – a lo largo de la historia - han entregado su sangre y su futuro por un pedazo de pan, una ilusión de libertad, o un poco de paz.