sábado, 31 de diciembre de 2005

Reflexión de año nuevo

Árboles de Navidad y roscas de Pascua:

Bien es sabido por todos ustedes que en esta columna gustamos de hacer uso (y, a veces, abuso) de ciertas imágenes, morisquetas, metáforas. Encontramos en esta preferencia la herramienta ideal que nos permitió, con el tiempo, hallar una voz propia. A algunos, esta voz les parecerá tosca, brutal por momentos; otros sentirán el tono de suavidad que pretendemos darle; también habrá quien no se estremezca en lo más mínimo, desoyendo nuestro grito en la noche.

El lector constante habrá notado también que poco a poco construimos una clara división entre las cosas. Una categorización arbitraria, robusta y tajante. Hablamos de dos veredas, la de la luz y la de la sombra. Nos referimos con frecuencia a los camaradas y los Otros, a los amigos y los inoperantes. Hemos declarado la guerra a nuestros enemigos más feroces: el calendario, la torpeza, el mal gusto, la falta de memoria, el apresuramiento. Asimismo, supimos congraciarnos con todo aquello que sintoniza con el alma sensible.

Sutilmente o tal vez no, tejimos un conjunto de garabatos para pintar un mundo que es el resumen y análisis (subjetivo, quizá torpe, quizá iluminado) de aquel que experimentamos con los sentidos; mamarrachos cuya finalidad es diluir el sentido de las palabras, distraer al lector, estafar su entendimiento, prepotear su interpretación, para en algún momento dejar escapar una oración rotunda, explícita e intencionada.

Juzguen ustedes, mis queridos chichipíos, la eficacia de nuestra estrategia.

En alguna ocasión discutimos sobre los orígenes de La Reflexión de la Semana, cuáles son sus orígenes, cuáles sus mecanismos. Hoy, más de cuatro años después de aquella primera reflexión que vio la luz un prehistórico 30 de marzo, evaluamos que ha sido mucho el camino recorrido, numerosos los objetivos, objetos y desenlaces. Muchas las palabras vertidas en el vacío, pero no menos las que pudieron encontrar la audiencia justa en el momento preciso. Esas pequeñas victorias de relevancia acotada, pero de valor inmenso, se nos presentan ahora como el pronóstico favorable de un emprendimiento a largo plazo cuya culminación no se ve aún de este lado del horizonte.

Aún a pesar de la repulsión que nos causan el calendario y sus jaulas, hemos comprobado que ciertas fechas propician la reflexión. Así, cada Día del Amigo hay una Reflexión de la Semana esperando a su público amable. Ciertas costumbres largamente satisfechas terminan por convertirse en un deber; y es por eso que infaltable son, también, una pocas líneas cuando se acerca Año Nuevo. Helas aquí.

La última reflexión se tituló "Un año de aventuras". ¡Qué año, camaradas! ¡Y qué aventuras! Sería una falta de respeto hacia el destino y sus brazos restar valor a los sucesos de estos meses. A lo largo de esta revolución alrededor del Rey Sol experimentamos, creo, las miserias más desalentadoras, pero también los placeres más exiquisitos. Esta dualidad, este eterno balanceo entre una y otra vereda, pueden generalizarse para enunciar uno de los patrones más desconcertantes que sufrimos en este universo finito pero ilimitado. Nos falta sabiduría, sin embargo, para dar forma concreta a un enunciado de tal envergadura.

Y sí, las cuevas más oscuras fueron seguidas de las praderas más verdes y soleadas. Las tempestades más terribles, de la cristalina calma de un cielo límpido. ¿Pero es esto importante? Si tales rebotes del ánimo son predecibles e ineludibles, ¿vale la pena que dediquemos nuestro precioso tiempo a describirlos? Pues no, amigos; de ninguna manera. Lo que debe ser destacado es aquello que podría no ser, pero es, en contra de toda resistencia. Entonces diremos que en cada uno de esos momentos trágicos o felices, siempre hubo un amigo a mi lado.

Entonces el resumen, la conclusión final, la Reflexión del Año, anda por ahí.

Tuve la oportunidad y el privilegio de experimentar los frutos de haber invertido mi vida en rodearme de personas afines. Almas en cuya sensibilidad e inteligencia siento que se encuentra uno de los tesoros más preciosos de mi vida. Personas en la que encontré consuelo cuando mi comarca fue invadida por los demonios, con las que pude vestirme de bufón y salir a festejar mis éxitos y los suyos en carnavales enloquecidos. Amigos y amigas por los que hice todo lo que estuvo a mi alcance para ser yo lo que ellos fueron para mí, y ofrecerles mi consejo o mi oído cuando la langosta asoló sus viñedos, para acompañarlos en la reconstrucción cuando la invasión fue repelida, para brindar con lágrimas y sonrisas cuando el mal fue olvidado y nuevos brebajes inundaron los toneles golpeados.

Fue un año de reencuentros, reafirmaciones, sorpresas, golpes bajos, represalias, treguas, traiciones, festejos, derroches, cambios, aprendizaje y enseñanzas. Fue un año de aventuras, sí señor... Agradezco al Cielo todos y cada uno de los acontecimientos de este ciclo. Agradezco haber podido compartirlos con el ejército de ángeles que me acompaña, a veces a mi lado, a veces desde la distancia, a veces desde el pasado. Agradezco incluso a mis enemigos, los personificados y los abstractos, haberme considerado digno de pelea. Mis victorias y mis fracasos señalan una verdad fundamental: no tropieza quien no camina.

¿Cometí errores? Muchos. Si alguno de ustedes sufrió por causa de ellos, ofrezco mis disculpas más enternecidas.

No hablaremos sobre el porvenir, puesto que el año aún no termina y tales cálculos deben hacerse bajo una luz renovada.

Se cierra esta edición como despedida del año, y se graba el dos mil cinco como uno de los mejores años de mi vida. No por ello, sin embargo, ven su fin las aventuras; tengan esto por seguro (aunque sabemos que incluso la certeza mas pintada cae a menudo bajo el rigor de la ley).

Así, entonces, de sopetón, se despide la Reflexión de la Semana hasta el año próximo.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.