sábado, 5 de mayo de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Por una vez en mucho tiempo, al fin hemos conseguido pisotear una semana con orgullo.

Escupiendo al viernes, sarcásticos y seguros, le damos la espalda muertos de risa, nos ponemos la malla y ya queremos zambullirnos de cabeza en el fin de semana. Reposo para el cuerpo y espíritu, esos dos días son consagrados por nosotros a la alcoholemia, la lujuria inconsciente y anticonceptiva y el desenfreno alocado. Descansamos y comenzamos la semana más deshechos que nunca.

Curiosamente, apuntamos hacia la destrucción propia. La vida misma pareciera ser una flecha hacia la muerte; pues, estando vivo, ¿hay certeza más grande que la de la muerte?

Imitamos los grandes esquemas del universo en nuestras minúsculas experiencias. El ciclo de vida y muerte es tentador. Nos sometemos a los más exigentes regímenes de tortura programada, consumiendo todo tipo de sustancias a sabiendas de que tarde o temprano nos robarán unas semanas. Castigamos nuestra carne con vicios, estridencias estéreo, montañas rusas y electrones voladores. Clausuramos conexiones interneurales con narcóticos y arruinamos órganos del aparato digestivo con pesticidas, colorantes, cafeína.

Intentamos emular a la muerte, vieja y mañosa como es. Pero cuando ella decide golpear a nuestra puerta, vestida de cáncer, de SIDA, de epilepsia, nos rasgamos las vestiduras y nos preguntamos qué demonios hemos hecho para despertar el desconcierto del Señor y recibir tal castigo.

"No hiciste más que nacer, infeliz", nos susurra cierta voz interior. No podemos refutar tal afirmación, pero lo intentamos de todas formas. Prometemos abandonar los dudosos bosques de la lujuria y la perdición, acordamos regresar a la senda de la bondad, nos humillamos en eternos rezos y acrobacias circenses para ganar la gracias del Altísimo.

Y el milagro sucede.

El cáncer cede. Se fortalecen nuestros músculos. Balanceada la composición química de nuestra sangre, dejamos de depender de las sondas intravenosas. Nos sacan el respirador. Volvemos a caminar, a ver, a hablar. Tan frágiles ayer, hoy nos creemos inmortales, indestructibles.

Olvidamos los rezos, el sufrimiento, las promesas de cristal. Juramos ante el espejo no desperdiciar un sólo segundo de nuestras vidas. "De ahora en más, voy a hacer lo que tenga ganas de hacer". Y alquilamos una montaña de putas, ingerimos media localidad de Quilmes y vaciamos una farmacia en nuestro torrente sanguíneo.

Criaturas despreciables como somos, creemos que pudimos vadear el destino, hacerle un corte de manga a la Parca y salir rajando justo cuando nos disparaba un guadañazo. Suponemos, en nuestra miserable posición, que podremos hacerlo siempre que queramos. Dios nos mira y sacude la cabeza, resignado.

Podemos seguir jugando. Podemos cagarnos de risa de todo y abandonarnos a la desidia, a la parranda, al arrobo carnal.