lunes, 4 de enero de 2010

Adiós, Gitano querido

Ocurren en la naturaleza fenómenos que se repiten incansablemente. Desde hace eones, ciclos imperturbables marcan el ritmo ineludible de la existencia. Describiendo un patrón fractal, se evidencian tanto a escala cósmica como infinitesimal. Principio y fin, creación y destrucción, nacimiento y muerte: sean tal vez éstos los más notorios y a la vez los más habituales.

Una bacteria, un pez, el óceano en el que éste nada, el planeta que contiene el océano, la estrella que ilumina el planeta, la galaxia en la que la estrella se afana en revoluciones ígneas, el universo mismo: todo es creado y eventualmente destruido. Cada nacimiento viene signado por la irrefutable certeza de una muerte. Cada muerte señala el camino para el nacimiento de algo nuevo. Toda rebelión es fútil, pues no hay escape posible. La materia se degrada para luego ya no ser más. La energía se agota, se rinde siempre ante la oscuridad. La entropía es el único amo.

La muerte es el límite más claro que tenemos para regir cualquier medida, para describir cualquier condición, para planificar cualquier actividad. No hay caminos con recodos más allá del umbral final. Nadie pospone alegrías para aquel día en que ya no sea.

Si esta conclusión infranqueable está tan íntimamente unida a la condición de ser, si la experiencia nos demuestra que todo lo que es habrá algún día de trocarse en otra cosa, muriendo para no ser ya aquello que era, si vemos que esto esto ocurre una y otra vez, afectando a todo y a todos por igual, sin discriminación ni misericordia ni odio ni empecinamiento, ¿por qué sentimos que la muerte es una tragedia?

No siempre la culminación de algo nos produce horror. Sólo nos emociona el fin de aquello que es único, que no se repetirá jamás en toda la vastedad del tiempo y el espacio. Nos atormenta entender que una persona o una cosa determinadas nos dejarán para siempre, y que la comunión que con ellos teníamos no podrá reproducirse nunca más, que lo único que nos quedará como consuelo será el recuerdo que de ellos tenemos.

La única desaparición que conmueve es la de aquello que fue único.

Todo perece, pero algunas muertes son mitigadas por lo sencillo que resulta sustituir lo desaparecido por una copia que ocupará exactamente el mismo lugar en nuestra consideración. ¿Se rompe un vaso? A la basura y ya. ¿Has perdido tu llave? Pues el cerrajero no te devolverá la misma llave, pero te dará una exactamente igual, y no llorarás una sola lágrima por la llave perdida. ¿Te vistes de luto por el asesinato de un pollo para alimentarte? Por supuesto que no.

Sin embargo, cuando a través de darle relevancia a algunas cosas en nuestra vida, éstas se hacen únicas para nosotros y una copia no es un sustituto aceptable, entonces tememos la desaparición de esa cosa.

El temor a la muerte es la consecuencia de conocer lo irremplazable que será algo una vez desaparecido.

Por eso nos dice el poeta que cuando un amigo se va, queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo. Por eso caemos de rodillas cuando se quiebra un amor. Pueden quedar recuerdos maravillosos. Podemos saber que el destino pondrá en nuestro camino un nuevo amor, equivalente o mejor. Pero ese amor ya se ha ido. Es por eso que cuando un ser querido fallece nos embarga una desazón que nos conmueve hasta las lágrimas.

Todo lo hacemos para evitar este dolor. Luchamos con todas nuestras fuerzas para conservar aquello que creemos nunca podrá ser reemplazado. Fingimos olvidar que el final habrá de llegar algún día. Inventamos continuaciones mágicas, para restar importancia a ese final. Si la esencia de una persona, aquello que la hace única e irrepetible, no hay de desaparecer; si hay una continuación para el alma, ¿a qué sufrir?

Pero el hombre insiste. Su porfiada rebelión ante la muerte, su esperanza ciega en la continuación de la existencia, lo hace único entre otros seres. La unicidad de esta esencia es lo que nos hace especiales; sin ella, la muerte de ninguno de nosotros sería trágica. Cualquier deceso sería comparable a la extinción de una vela con la brisa irrefrenable del tiempo.

Al sufrir por la muerte de nuestros congéneres honramos la escencia de nuestra especie.

Desde esta esquina de reflexión te decimos adiós, Gitano querido, transeúnte habitual de la vereda de luz.


Un beso, un abrazo, una caricia o un apretón de manos, según corresponda