lunes, 16 de mayo de 2011

Las medias negras

Una de las tareas más importantes y díficiles que tienen a su cargo nuestros padres cuando nos crían es la de protegernos de los peligros de este mundo. Un aspecto de esta protección es prepararnos para, algún día, enfrentarlos solos. Intentan advertirnos sobre los potenciales horrores que se esconden tras cada esquina, al tiempo que nosotros insistimos en que hemos nacido sabiendo todo lo que hace falta para subsistir. Esta creencia falaz se fortalece a medida que crecemos. Llegamos entonces a la edad adulta con un conjunto de herramientas más o menos precarios para librar la diaria batalla que es permanecer vivos.

Existe, sin embargo, un espanto tan atroz que escapa a toda capacidad imaginativa. Nadie puede prevenirnos. Nuestros padres, maestros, amigos y consejeros han decidido ocultarlo tras un infranqueable velo de silencio, tal es el terror que les causa. No hay calamidad más desgarradora, no hay sorpresa más inquietante, no se concibe un horror que subyugue con más fueza al alma del hombre sensible.

Lo sé porque lo he vivido, amigos. Hoy - en una elongación del coraje que me atrevo a calificar de hercúlea - vengo a advertirles.

Cuando uno carece de lavarropas (ese artefacto mágico y tembloroso cuya practicidad y necesidad rivalizan con la del corazón) no le queda otra más que contratar los servicios de un lavadero. De más está decir que desde que me mudé tuve que avenirme a este tipo de locación de servicios. Llenar la bolsa de ropa para lavar no es tarea que pueda disputarle el podio a las más placenteras de la vida. Quizás algún fetichista de las suciedades corporales esté en desacuerdo conmigo, pero sé que cuento con el tácito asentimiento del resto de los mortales. Por lo tanto, trasladar la ropa del cesto donde descansa hasta que me digno rescatarla y embolsarla es algo que hago en forma expedita, sin dedicarle demasiada atención. Siempre me queda, entonces, un margen de incertidumbre respecto al contenido exacto de la bolsa. Este dato es fundamental.

Concurrí hace poco a un lavadero. Mi bolsa iba llena no sólo de ropa sucia, sino también de esperanza. La esperanza de que al día siguiente, al abrirla, me encontraría exactamente con lo había puesto el día anterior: mis remeras, mis pantalones, mis pares de medias (la palabra "pares" también es fundamental). Entregué la bolsa al caballero de rasgos orientales que se afana día a día separando la ropa de color de la ropa blanca, y me fui contento. A otra cosa mariposa. La vida rueda y rueda, en perfecta sintonía metafórica con el tambor del lavarropas.

Al día siguiente, concluida la acostumbrada y agotadora jornada laboral, hice un truece inconcebible: entregué un ticket y me dieron tres bolsas con ropa limpia. Minutos más tarde, habiendo llegado ya a mi casa (ese reducto último que nos esconde de todo el dolor del mundo, toda agresión a los sentidos, toda caradurez ajena y todo peligro), una última tarea me esperaba antes de sumergirme en una ola fresca de descanso: acomodar la ropa. Y en eso estaba, silbando con soltura, pensando qué iba a preparar para la cena, cuando ocurrió lo impensable.

Harto de tener que revolver el cajón de medias para encontrar cuál media va con cuál antes de vestirme, supuse que una estrategia más eficiente era guardarlas ya acomodadas. Inflado mi ego ante tamaña evidencia de mis dotes de estratega, comencé a poner las medias una al lado de la otra, para encontrar paulatinamente los pares. Y entonces, ¡horror! ¡Espanto de la vida! Ninguna - ¡ninguna! - de las medias tenía pareja. ¡Todas las medias eran distintas entre sí! Sutiles diferencias, por supuesto, sólo visibles al ojo entrenado. Dos medias negras aparentemente iguales, por ejemplo, se revelaron completamente diferentes al examinar con detenimiento el patrón de tejido de la tela. Aquellas dos medias azules (¡las había usado el día anterior, por todo lo que es bueno y sagrado en este mundo!) puestas bajo el microscopio, no tenían ninguna semejanza más que su color.

Con creciente desesperación volqué todo el cajón de medias sobre la cama y proseguí la investigación. Medias por aquí y por allá, colores sutilmente parecidos, texturas similares pero evidentemente distintas, tamaños coincidentes pero terminaciones sin combinación. Aproximadamente la mitad de mis medias podían organizarse en pares. El resto, amotinadas, resistían todo apareamiento.

Durante un minuto miré con detenimiento la pequeña montaña de medias rebeldes. El corazón acelerado, sudor frío en la frente, una pregunta pavorosa me aquejaba: ¿dónde están las otras medias? Camaradas, nadie puede prepararte para este momento de incertidumbre.

Has vivido toda tu vida con un número finito de medias. "Tus" medias. Nadie tiene más poder sobre ellas que vos. Acompañan tus pasos día tras día, abrigándote en invierno, protegiendote de esas zapatillas viejas que no querés tirar. En tu fuero interno (aunque nunca lo vas a confesar en una mesa de amigos) sabés qué medias combinan con qué pantalón. Antes de abrir el cajón sabés, simplemente sabés, cuántos pares de medias hay. Tan certero es este conocimiento, que no hablás de "medias" sueltas, individuales, solitarias y taciturnas. Hablás de "pares de medias". Un dueto que considerás inseparable, una unidad irreductible, el átomo conceptual último.

Y un buen día, te das cuenta que has vivido una mentira. Tus pares de medias no son tales. Son asociaciones criminales de medias desparejas. ¿Dónde está el horror, se preguntarán? En el súbito conocimiento de que, durante quién sabe cuánto tiempo, has vestido - como quien no quiere la cosa - una media de cada tipo. ¡Y peor aún! ¿Dónde están las otras mitades del par? ¿Quién las calza? ¿Alguien te ha jugado una mala pasada, y te robó las medias que faltan? ¿O son dos las víctimas de la picardía, y cada víctima anda por la vida con una media propia y otra ajena? ¿Has vivido toda tu vida con las medias entremezcladas?

Me imagino caminando una tarde de domingo por San Telmo y entrever, por casualidad, en un tobillo ajeno alguna de las medias que me falta... ¡o al dueño de alguna de las que me sobran! O quizás una tarde, al regresar del lavadero, vea que nuevamente todas mis medias tienen a su compañera exacta. ¿Dónde estuvieron todo el tiempo que les perdí el rastro? ¿Vivieron un imposible viaje épico, que comenzó en mi cajón, y las llevó a cajones desconocidos, uno tras otro, hasta que por ventura regresaron al mío?

El hombre aterrado proyecta sus temores hasta el último límite imaginable. Presa de ese postulado, me pregunto: ¿es posible que ninguna de las medias que hoy están en mi cajón sean mías? ¿Que una a una, en un período de tiempo medido en años y sin que yo lo note, hayan sido reemplazadas por otras medias muy similares, hasta que todas ellas fueran las medias de otro?

Hoy, puedo decir con alivio que estoy recuperado. El susto inicial ya pasó. Relato esto desde una prudencial distancia temporal y emocional. Sin embargo, cada vez que abro el cajón, mi corazón se saltea un latido. He tomado la costumbre de prestar una especial atención a detectar las medias prófugas, pero más aún a las medias polizonas que tal vez, con disimulo y sin atropello, se cuelen en mi ropero.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.