miércoles, 15 de julio de 2009

Teoría general de las personas (parte segunda)

Piñatas y bombuchas:

Llegamos a este mundo con un vacío total de conocimiento e ideas. Posiblemente sean las primeras sensaciones del recién nacido un frescor desconocido, una ilumninación alienígena, las estridencias voluptuosas de un entonrno que le es foráneo. Pero es imaginable que no sean estas sensaciones en sí mismas lo que más afecte al alma nueva; tal vez el llanto que las comadronas buscan como prueba de salud sea causado por la súbita revelación de que su mente se halla destilada de todo conocimiento.

Ha de dedicarse el niño el resto de su vida al afanoso trabajo de sustituir ese vacío por completitud. Buscará también reemplazar el llanto inicial por otras mil formas de anunciar su descontento a un universo que no le dedica sino indiferencia. Las herramientas que usará para tal empresa serán: sus sentidos, el portal a través del cual la naturaleza intentará transmitirle sus secretos; su capacidad mecánica de afectar los objetos que lo rodean; su sensibilidad, que usará como recordatorio de que sigue vivo porque aún queda vacío por conquistar, con la que buscará consuelo en los inevitables momentos en que la tarea le pareza inabarcable; su intelecto, que entrenará para descubrir nuevas formas de acopiar sabiduría con la cual rellenar aquel páramo desértico que le tocó en suerte al nacer.

Lenta pero inexorablemente nuestra especie ha a aplicado estas herramientas a incontables disciplinas con la esperanza de aumentar siquiera un ápice su conocimiento. Hemos descubierto métodos magistrales para que el fruto de tan arduos esfuerzos perdure en el tiempo, excediendo la vida del individuo que lo procure originalmente, perpetuándose como capital inalienable de nuestros sucesores.

Por fortuna, no todos los hombres exploran las mismas áreas de la naturaleza. Están los que intentan alcanzar la profundidad última del espacio y la minimalidad máxima de las componentes básicos de la materia. Están los que se bastan con representaciones abstractas y analizan la posiblidad de todo sin necesidad de que nada pase por sus manos. Existen quienes tratan de combinar ambas formas en una visión totalizadora del entendimiento de la que nada escape y con la que todo pueda ser explicado.

En un territorio aislado, rodeados por océanos indómitos en los que los capitanes más temerarios no osan siquiera lavar sus camisas, habita la legión de aquellos que intentan desenterrar los secretos del comportamiento humano. Su dedicación es analizar al prójimo, interpretar sus palabras, contrastarlas con sus acciones. Elaboran un arcoiris de posibles explicaciones en el afán de determinar con el menor error posible cuál es la cabal esencia del hombre en general y de cada persona en particular.

Todos somos en mayor o menor medida estudiosos del vecino. Esta tarea - sea conciente o no - nos permite relacionarnos y formar comunidades. Si el océano que separa a los unos de los otros fuese infranqueable no habría posiblidad alguna de comunicación.

Debemos lamentarnos de haber conseguido, hasta el momento, menos éxitos que fracasos. Mientras que pensadores aplicados a otras problemáticas superan una y otra vez los límites alcanzados sus predecesores, quienes se asoman al abismo del alma humana pronto se alejan embargados por el vértigo. Múltiples son los problemas que el hombre se ha planteado sobre sí mismo una y otra vez desde que supo diferenciarse de las rocas que pisaba o el agua que bebía, y curiosa es la fatalidad en la que se sumerje a cada paso la empresa de resolverlos.

¿Qué es el amor? Dirá un adolescente que es los muslos de su compañera de banco; una anciana que lo ve en la sonrisa de sus nietos, un gobernante que lo oye en el clamor ardiente de su pueblo; un creyetente que lo adivina en cada brizna de hierba y en cada amanecer. Insistirán los románticos en que el amor es poder renunciar al amor para favorecer al amor del amado. Entenderá un padre que creía saber lo que era el amor, hasta que su hijo lo miró por primera vez. ¿Existe el alma? Hablarán algunos sobre reencarnaciones cíclicas y eternas, otros sobre mediciones realizadas en momentos fundamentales. Dirán algunos que la han perdido en la guerra y otros que la han entregado a su amada. Explicarán aquellos que es un préstamo prendario del creador original y que en la hora final seremos embargados y habremos de pagar con intereses; refutarán éstos que es una llama que se enciende de la nada y hacia la nada eterna se consume. Jurarán los cínicos que ni el amor ni el alma existen, pero que en el remoto caso de existir, es el amor el cincel macabro con el que un espíritu negro separa al hombre poco a poco de su alma. Juraremos nosotros que el amor existe y no sentiremos la necesidad de justificarnos.

La lista es tan extensa como personas quieran leerla.

Entre tantas dudas que no hallan saciedad, es fácil atorarse y no saber cuál atacar primero. Se pregunta uno si la verdad valdrá la pena. Pero la verdad siempre vale la pena; aunque a veces el boleto para alcanzarla sea impagable. Habiéndonos preguntado en la edición anterior acerca de las causas del conflicto entre los hombres y su posible necesidad como agente instigador de la diversidad, proseguimos hoy nuestra alocada aventura de rellenar el vacío que nos recibió al nacer analizando una curiosidad de las personas; curiosidad con la que nos hemos topado una y otra vez en las gentes más disímiles.

¿Por qué será, camaradas, que todos y cada uno de nosotros sufrimos la irrefrenable tentación de juzgar al prójimo con un conjunto de reglas absolutamente disyunto del que empleamos para juzgarnos a nosotros mismos? ¿Por qué será que sólo parecen superar esta tentación los santos, los profetas y los mártires, virtuosos en cualidades que el resto de nosotros tenemos diluidas? En esta época de libertades exacerbadas resulta ofensivo hacer referencias directas a conciudadanos contemporáneos, y mucho más si es para ejemplificar condiciones nocivas de la existencia. En esta columna valoramos los laberintos referenciales, ocultando la identidad de los aludidos en tormentas metafóricas de calidad cuestionable: nuestro pequeño aporte a la conservación de los protocolos sociales imperantes. No diremos, entonces "fijate que este tipo Juan Perez que conocí hace años hizo tal o cual cosa". No publicaremos direcciones postales ni números telefónicos ni cuentas bancarias. Nos limitaremos, como siempre, a disparar con balas de salva.

En conversaciones con amigos es habitual que se refiera algún acontecimiento, mientras se ameniza la velada con destilaciones o fermentos compadres del paladar. Busca casi siempre quien habla obtener de sus colegas una conclusión. Y uno, como buen amigo que es, intenta dar lo mejor de sí al elaborar esa conclusión respondiendo a la pregunta "¿qué hubiera hecho yo?" de la forma más honesta y sensata posible. O la pregunta a responder sea tal vez "¿esto que ha ocurrido es algo bueno o algo malo? ¿debe ser festejado o censurado?". Sin importar cuál fuere el caso, con el mismo empeño aplica lo que ha aprendido durante su vida a esta situación - que le es ajena, no olvidemos esto - y finalmente emite su juicio: "yo hubiera hecho tal cosa"; "eso que ocurrió es despreciable"; "de tal embrollo no se podía esperar solución mejor".

Vemos la expresión de juicios similares a toda hora del día por parte de todas las personas: en los comentarios más inocentes, en los gestos más disimulados, en inflexiones sutilez de la voz. Existe incluso una horda de individuos que gozan haciendo públicas sus opiniones sin que nadie haya tenido antes la amabilidad de solicitarlas. Y uno recopila estos juicios de forma más o menos automática como parte del procedimiento para entender a sus congéneres. Luego inducirá: "si Juan Perez dice que X es malo, creyendo yo que Juan Perez quiere hacer el bien, entiendo que evitará hacer X".

No nos intriga tanto que el señor Perez demuestre luego que puesto él frente a X no lo rehusará, sino que más bien lo abrazará como a un ídolo que tuviese la facultad de otorgarle vida y riqueza eternas. Lo que queremos saber es por qué cree este buen hombre que el mismo razonamiento que usó para decidir sobre una situación ajena no es válido cuando la misma situación le es propia. Interpelado, apresura explicaciones que intentan desigualar las premisas iniciales. Relativiza factores fundamentales. Cancela rotundamente términos críticos. Se ofende. Se llama al silencio. Invoca protecciones mágicas para sí mismo cuando no las aceptaba para terceros. En el peor de los casos, olvida su posición inicial y afirma haber tomado partida por la contraria, jurando sobre textos sagrados e invocando el nombre de parientes cercanos. Si se ve acorralado, prefiere darse a la fuga antes que aceptar la derrota. No dice "creo que me he equivocado, ruego su perdón". Dice "usted, caballero, no me entiende".

Tampoco llama nuestra atención saber que nosotros mismos hemos caído en la misma desgracia en repetidas ocasiones.

¿Qué es lo que falla? ¿La interpretación original, o la aplicación posterior de la conclusión obtenida? ¿Será que es imposible evaluar cierto tipo de cosas hasta que nos ocurren a nosotros mismos? ¿Existe una porción de la experiencia que es inalcanzable por el mero uso de la razón? No nos referismos a purismos metafísicos, a formalidades de procedimiento. Nos preguntamos si para entender algunas cosas es condición necesaria haberlas vivido antes. Las consecuencias de tal idea son aterradoras. En principio, de ella se desprende que es imposible enseñar algunas cosas. Que el alumno está condenado al fracaso por la naturaleza misma de su objeto de estudio: no es estudiable hasta que haya sido experimentado, mientras que experimentarlo sin conocerlo equivale a tropezarse con él y caer. Pero más difícil es averiguar cómo hemos de ponernos de acuerdo sobre cuáles cosas entrarían en esta categoría y cuáles no.

El hombre cambia a cada momento. La experiencia alimenta este cambio. Un resultado del cambio es la variación de las opiniones, su refinamiento y mejora. Es entonces factible que al vivir una situación nuestra percepción de ella cambie. Hemos de entender entonces que las personas utilicen la experiencia misma como la única forma de mejorar sus juicios. ¿Quien puede decir que sabe qué es el amor sin haber amado?

Por otro lado, si existen cosas que no debamos experimentar a priori para poder entenderlas, debemos aceptar que alguien pueda opinar sobre cosas que nos han ocurrido a nosotros y tenga razón mientras nosotros estemos equivocados. Negar estas cosas cuya evaluación debería ser invariable implica aceptar que todo es subjetivo, y entonces el acuerdo entre dos personas es torna prácticamente imposible. ¿Debes tú asesinar para entender es algo condenable?

Se ve superada nuestra capacidad cuando queremos alcanzar una respuesta satisfactoria.

Existen, por supuesto, seres superiores que saben mantener un constante equilibrio entre sus juicios sobre los demás y sus propias acciones. Almas elevadas que consiguen interpretar la experiencia ajena como si fuera propia, para las que la experiencia sólo es confirmación de algo que ya sabían, ante las que nos humillamos de continuo, cuya mera presencia debería hacernos sonrojar. Son pocos, sin embargo. Nos sirven como faro en la niebla para evadir las espumas peligrosas, como tutores para asistirnos en hallar el camino de la superación. Pero no, lamentablemente, para extraer una idea general sobre el comportamiento de las personas. No aún, por lo menos. Hemos de celebrar el día en que sean ellos los dueños del mundo y nos los filósofos de verdulería, los magnates de la inoperancia.

Sirvan estas líneas para reconocer el tumor, aunque carezcamos de los métodos para identificar sus causas o extirparlo de una buena vez. Sirvan como alerta, para que en lo sucesivo seamos cuidadosos con nuestras palabras. Sirvan como advertencia para los que caminan por la otra vereda. Quién sabe si dentro de poco, sumando esta noción a otras, veamos cómo emerge de las profundidades un mapa cada vez más preciso. Tal vez dentro de poco, antes de que nos toque irnos de este mundo, podamos ocupar al menos un estante de esa habitación vacía en la que aparecimos al nacer con el gratificante trofeo de haber entendido no las estrellas, no las fuerzas invisibles que unen las partículas más ínfimas, sino a nosotros mismos.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

martes, 14 de julio de 2009

Teoría general de las personas (parte primera)

Orquídeas y malvones:

Trastabilla el hombre mientras vive. A tientas, enceguecido e inexperto, aventura pasos o carreras a través de rutas sumidas en la niebla. Otros van a su lado, pero si intenta acercarse, tocarlos, abrazarse, descubre las más veces que son espectros descerebrados que deambulan: han perdido el rumbo o nunca supieron tenerlo. Sólo por ventura intuye un alma afín en la distancia; un espíritu en sintonía con el que puede redactar una alianza temporal o eterna. Si es afortunado, tendrá fuerza para correr tras ella. Si cuenta con el beneplácito de los dioses, le dará caza y juntos podrán luchar contra la niebla.

Disiparla es alcanzar la sabiduría.

Solo o en legión, intenta el hombre entender hacia dónde va, por qué en el mundo en el que vive reina la sombra - si bien los ratos de sol son numerosos. Sospecha (tal vez certeramente) que la nube que lo rodea sucumbirá ante su entendimiento. Cada uno busca respuestas en disciplinas diferentes, a las que está predispuesto por designio celestial o caprichos de los aconteceres diarios (no siempre es el destino, muchachos y muchachas, un señor de barba tupida y mirada inflexible; es también, por qué no, una fatalidad o un golpe de suerte).

Algunos elegidos derrotan la ignorancia. Con altruismo, humildad y esperanza desparraman sus descubrimientos por doquier, en un esfuerzo por reducir la distancia que los separa de sus hermanos espectros. Pocas veces lo logran.

No somos aquí virtuosos de la ciencia o el arte. Estas líneas están signadas por el caos, la ambigüedad y el desconcierto recurrentes. Pero también por una irreflenable necesidad de perseguir la solución a esas incógnitas, por más esquivas que sean al alma sencilla, por más fatua que sea la posibilidad de éxito. Es dable entender que la reflexión de la semana no es más que la crónica de tales desventuras. El lector constante y avisado lo habrá adivinado ya.

Hoy presentamos el croquis desaliñado de una noción que germina en cajones cuya llave se extravía de continuo.

¿Qué noción es esta? Nos preguntamos sobre la naturaleza del conflicto.

¿Cómo podemos justificar el conflicto entre los hombres? Pensadores de todo tipo encontrarán causas distintas. Estas causas, en general, concordarán con la disciplina en la que mayor destreza tengan. ¿Pero habrá una forma de comprenderlas a todas en una única descripción que aplique a todos los casos? ¿Una teoría general, si se quiere, que nos permita entender por qué existe el conflicto? Habiendo tantas herramientas al alcance de la mano para discurrir en conjunto y encontrar territorios en común, intersecciones entre las expetativas, frecuencias que armonicen entre sí ¿por qué insistimos, una y otra vez, en el desentendimiento?

Nos consta que no por falta de intentar hallar ese páramo sobrenatural en el que todas las necesidades se vean satisfechas, todos los reclamos atendidos, todas las dudas aclaradas. Existen incontables reportes de litigantes que acusan haber propuesto mediaciones, medidas cautelares, contratos vinculantes y otras morisquetas para prevenir el desastre. Nos han llegado testimonios de todos los puntos cardinales en los que las partes juran bajo libros sagrados, mantos de la descarga y medallones poderosos haber dado lo mejor de sí para conservar la diplomacia y las buenas costumbres.

Aún así, lo único que parece encontrar la humanidad en cada esquina es una nueva excusa para agarrarse a palazos con el vecino. ¿No lo vemos - no lo ves, camarada - todos los días en el colectivo, pequeños tiroteos mundanos? ¿No están poblados los diarios de relatos de balaceras sin sentido? Basta salir a la calle para toparse con el desencuentro.

¿Crees acaso que los problemas del mundo no tienen solución? Te equivocas. Hay un único problema que parece no tener solución: cómo cuernos ponernos de acuerdo.

La maravillosa y compleja diversidad que caracteriza al género humano es fuente tanto de riquezas invaluables como de salvajadas innombrables. La multiplicidad de criterios, puntos de vista, fortalezas de espíritu, precariedades de la sensibilidad, grados de inteligencia, niveles de cordura, rigidez o soltura de carácter nos han dotado de un espectro amplísimo de tapices donde pintarrajear retratos de nuestra escencia como mejor nos plazca. A la oportunidad de acceder a esos tapices sin restricciones llamamos libertad.

Y resulta que cada uno de nosotros, en el afán de encontrar el camino que nos aleje de la niebla, el faro que nos guíe hacia una costa sin espuma, en cada momento tenemos nuestra atención enfocada en una cosa más que en todas las demás. No importa cuál sea esa cosa para tí, amigo, ni cuál sea para mí. Siempre hay una que goza de nuestra preferencia. No se trata de que en cada etapa de la vida persigamos un único objetivo, sino de que habrá, siempre, uno que será el primordial. La consecución de los demás estará subyugada a la de éste.

El conflicto, naturalmente, surge cuando sentados a la misma mesa, al pintar nos estorbamos los unos a los otros. Cuando nuestros objetivos no están en sincronía. Cuando detectamos la disonancia pero no sabemos cómo lograr el equilibro. Cuando tal equilibrio nos tiene sin cuidado.

No importa si los involucrados son naciones enemigas, barrios que compiten en torneos de fútbol o provincias que discuten por partidas presupuestarias. Da igual que se trate de dos personas o dos multitudes. Habrá conflicto toda y cada vez que el objetivo de uno no sea el objetivo del otro.

Y si hemos de solucionar los conflictos, ¿debemos por ventura descubrir cómo alinear nuestro objetivos? ¿Es esto posible sin que perdamos la fantástica diversidad que - en parte - nos define como seres humanos? Pero si todos quisiéramos la misma cosa ¿perderíamos identidad, convirtiéndonos en colonias de hormigas? ¿No es a través del disenso que enriquecemos nuestra experiencia, alimentándonos unos de las ideas de otros?

Si tan solo pudiéramos establecer en qué momento debemos suspender el debate para construir un objetivo en común, de manera que teniendo todos el mismo dejásemos de estorbarnos. Si pudiéramos al menos acordar que esto es necesario, fundamental para que que el conflicto no se trueque en disputa, la disputa en guerra...

Hasta aquí hemos de llegar por ahora. No es tarea de esta columna esporádica redactar desenlaces inexorables. La conclusión brotará (esperamos) cuando descanses la cabeza en tu almohada y los fantasmas que te agobian hallen consuelo - si bien momentáneo - y dejen lugar a la tranquila contemplación de tu propio alma.

Desnuda.
Temblorosa.
Buscando en la niebla otras como ella que tampoco le atienen a la salida.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

martes, 7 de julio de 2009

La recta final

¿Cuán feliz puede ser este año, cuando a mi vecino le vaciaron la heladera? ¿Cuán alegre será esta nochebuena, si deberé pasármela montando guardia para cuidar a los enanos de mi jardín?
Ayer comprendí que está todo revuelto. Eso no me lo enseñaron en la primaria. Consideré la Constitución con desconfianza y sospeché que no me enseñaron nada, nunca. En los últimos tres días he visto más contrastes que en toda una vida de respirar aire argentino. He visto alegría popular confundirse con oportunismos macabros. He visto la voz del pueblo alzarse por sobre la miseria y la desesperación, y he visto a los mercenarios de siempre robando - aún en esa hora gloriosa - espejitos de colores y paraguas. Sentí la emoción pura y honesta de saberme entre personas cabales, idealistas, fuertes de espíritu y voluntad, y también la vergüenza de mirar al costado y descubrir que uno me estaba meando el potus.
Ah, pero la luz que iluminó la patria durante unos minutos... fue sencillamente fantástica. Mis vecinos estaban allí afuera, elevándose entre individuos menos honorables, enarbolando una dignidad que ellos mismos sorprendieron floreciendo en la hora última. He visto a gente que no conocía, y me han visto ellos a mí, y ha sido como si ya no hiciera falta conocernos más.
El país brilló con la luz de la gloria en ese momento. Luego se apagó con brusquedad, y volvimos a nuestro pasado típico y predecible. Individuos oscuros prendieron fuego la ciudad. Personajes siniestros comenzaron a mover sus hilos. Son ellos, los Otros, que no han muerto.
En la escuela no me lo enseñaron, pero ayer comprendí que nunca morirán. Está todo revuelto; y entre lo que no sé, lo que no comprendo y lo que temo descubrir se esconde o expone la verdad.
Hace no muchos días lloré ante el rostro sorprendido de mis padres mi impotencia por no poder cambiar el mundo, mi insignificancia. Esas lágrimas establecían también la noción de la irrelevancia de todo lo que podía abarcar la vista. Miles de personas disienten con esa noción, y si algo aprendí de esta guerra civil, es que tal vez tengan razón.
Es el futuro ahora una página en blanco. Borraron el final que ya estaba escrito para nosotros quienes con gritos y cacerolas sintieron y dispararon un "¡basta!" categórico e ineludible. Y los tentáculos de los desagradables surgen, como siempre, de las alcantarillas y cloacas usuales.
Pero ahora hemos sentado un precedente. Hemos levantado la cabeza. Nos han visto. Nos han escuchado.
Ahora deben temernos.

P.D.: Felices fiestas a todos. No olviden brindar por la libertad y dedicarle a sus vecinos un abrazo fraternal.


N. del E.: escrito en diciembre de 2001, probablemente después del cacerolazo. ¡Qué año para la reflexión, muchachos! ¿Por qué publicarla ahora? Pues porque sí...