viernes, 14 de agosto de 2009

Teoría general de las personas (parte tercera)

Gacetillas y panfletos:

Ha visto el mundo épocas más oscuras que ésta que nos toca vivir. Medimos la intensidad de esa oscuridad a través de métricas que están indefectiblemente unidas a nuestro presente. Nuestras nociones sobre la ética y la moral, el bien y el mal, el deber y los derechos, la justicia y el crimen, no son universales e inmutables. Nacen, crecen y mueren junto al lento devenir de la historia humana, de manera tal que lo que hoy es un derecho impertubable como las montañas, mañana habrá de ser un crimen que ni el más vil de los hombres se atreverá a cometer.

Cómodamente establecidos hoy en el futuro que ayer tratábamos de adivinar, podemos identificar qué circunstancias han cambiado desde los remotos siglos en que el hombre creyó prudente registrar los aconteceres cotidianos para deleite de sus descendientes. En ocasiones nos maravillamos por la majestuosidad de obras que han fraguado en las arcillas inconstantes del tiempo, como firmes testimonios de la capacidad creadora de hombres grandes. Otras, nos indignamos ante horrores que desafían la comprensión del alma piadosa, sin poder entender cómo pudieron las estrellas permitir afrentas tales a todo sentido y razón.

El consenso general parece ser que la humanidad está hoy mejor que lo que estuvo ayer, a pesar de que un breve análisis de la realidad nos sugiera que por cada avance hubo un retroceso, por cada éxito genial una lamentable derrota.

Como siempre, hoy desafiaremos una idea con análisis parabólicos y conclusiones tangenciales. Erigiremos alguna conclusión apresurada y huiremos despavoridos ente la primera sombra de antagonismo. Hablaremos sobre uno de los pilares de la sociedades contemporáneas, uno de los preceptos más básicos forjados tanto en constituciones de repúblicas como en reglamentos de consorcios y en estatutos de centros de estudiantes: el derecho de las personas a tener ideas propias, aún cuando esas ideas estén con conflicto con las de otros. Generalizando aún más: el derecho a ser diferentes con respecto a casi cualquier adjetivación a la que pueda ser sujeto un hombre.

Altos y petisos; gordos y atléticos; inteligentes e idiotas; sensibles y rústicos; capaces e ineptos; homosexuales, heterosexuales y asexuados; apáticos y simpáticos; lúgubres y divertidos; sosegados e hiperactivos; revolucionarios y mediocres; incisivos y conciliadores; brutos y afables; judíos, budistas, cristianos o adoradores del Chupacabras; locuaces y escuetos. Todos gozamos - al menos formalmente - de libertad de voto, expresión, culto y tránsito. Todos podemos vestir las ropas que queramos, escuchar la música que nos resulte más suave, leer los libros que se nos antoje, juntarnos con quien nos plazca, irnos cuando algo nos disgusta, plantarnos cuando nos consideramos víctimas de la injusticia, o no hacer ninguna de estas cosas si queremos deslizarnos por la vida como gusanos y perdernos en la niebla final sin dejar rastros.

Nacemos en blanco, un tapiz baldío sobre el que nosotros mismos hemos de dibujar la persona que queremos ser. Nadie debe juzgar tus colores, amigo. Tú no puedes juzgar los ajenos. No hay combinación inaceptable, pues todos los arcoiris están permitidos. No hay molde ni regla. Todo es válido en este mundo sin fronteras ni escrúpulos. Es proscrito quien, puesto frente a alguna cualidad de un vecino que halla inapropiada o desagradable, tiene la mala fortuna de abrir la boca y expresar su desacuerdo. Porque ¡oh caramba! ¿cómo habría uno de no aceptar al prójimo tal y como viene, con sus fortalezas pero también sus defectos, sus aciertos y sus pequeñas vilezas?

Es curiosa la progresión que siguen ciertos transeúntes de verdadas nubladas, quienes se escandalizan ante la menor crítica. Se abrazan a la noble idea de defender la diversidad y abrazar la aceptación, de no doblegarse ante la intolerancia. Comienzan: "¿Quién se cree usted que es, caballero, para desaprobar el peinado de mi cuñado?", "¿a quién le ha ganado usted, señorita, para reirse de mis zapatos?". ¡Si tan solo se detuvieran ahí! Pero no; está en la naturaleza del hombre conducir al enemigo a la máxima humillación. Continúan: "Usted es un salvaje, un prepotente. ¡La intolerancia también es violencia!" Claro que sí, pero qué fácil es trocar la efervescencia en pasión; y qué sencillo que la pasión se desboque, eclipsando la razón. Terminan: "¡Mejor mándese a mudar, intolerante de cuarta! ¡¡El mundo está como está por hijos de mala madre como usted!! ¡¡AGÁRRENME, AGÁRRENME QUE LO MATO!!"

Con sutil alquimia, el ofendido convierte su lucha contra la xenofobia en un ejemplo perfecto de contradicción, pues ataca una opinión diferente a la suya esgrimiendo el argumento de que las opiniones no se condenan, por distintas que sean. Poco importa aquí cómo valore cada uno la opinión refutada. Lo que sorprende es la falta de coherencia. Es irrelevante que el otro sea un canalla, porque la contradicción se mantiene.

Hemos reflexionado sobre el conflicto entre los hombres, suponiendo que acaso sea inevitable, y que tal inevitabilidad sea quizás deseable. Hemos ponderado los momentos en los algunas personas toman un conjunto de criterios para evaluar a sus semejantes; pero cuando deben evaluarse a sí mismos, mutan esos criterios o los abandonan por otros nuevos, ya por inoperancia, ya porque experimentar el objeto bajo juicio es condición necesaria para juzgarlo. Decimos hoy que aquí y allá, en salas pobladas por gente entendida o por zopencos, se da un curioso caso de conflicto. Un hombre critica a otro. El primero siente (tal vez con certeza) que su libertad de elección está siendo ofendida a través de esa crítica. Evalúa que algo debe hacer para poner a su interlocutor en vereda y - he aquí su error - el arma que usa es acribillar la libertad de su oponente, invalidando en ese mismo acto su propia libertad.

El problema excede la espiral semántica; se refiere a la forma en que afrontamos situaciones de conflicto y los elementos que utilizamos para resolverlos.

Por supuesto, no debemos descartar factores de índole práctico; no pretendemos modelar a un hombe con una máquina de Turing colosal, que nunca se desvía del programa preestablecido. Más habitualmente de lo que sería deseable se encuentra uno con miserables que no tienen ningún escrúpulo en socavar toda construcción social para alimentar su cinismo y su sensación de autosuficiencia. Se enajena uno ante estos individuos. Con ciertos imbéciles no puede razonar el hombre sensible, y encuentra que su arsenal de buenos modales y razonamientos impolutos no le alcanzan para superar los volcanes de indignación que presionan contra su pecho. En el afán de resolver una injusticia comete la torpeza de caer en otra, si bien menor en gravedad, y en esa diferencia podemos hallar lugar para la disculpa.

Pero otros (¡ay, siempre los Otros!), enceguecidos por el estupor de hallarse ante una situación de conflicto, parecen cesar toda actividad cognitiva perceptible y se arrojan sin paracaídas al abismo de la incoherencia. Constituyen una liga que insiste en defender sus derechos a capa y espada. Aciertan en que la defensa de esos derechos debe ser inexorable y perenee, pero yerran al elegir el arma: su espada tiene dos filos, y el más agudo apunta siempre hacia adentro.

El concepto de libertad no puede referirse al individuo aislado, independizado por completo de la sociedad. Tal individuo no existe. De existir, la palabra "libertad" no tendría significado para él, como tampoco lo tendrían sus antónimos: opresión, persecución, cautiverio. Por lo tanto, debe ser definida en función de la relación que existe entre los individuos sobre los que versa. Y toda relación tiene, al menos, dos extremos. Si al definir uno de los aspectos de la libertad sólo consideramos un extremo (en este caso, el derecho de cada uno a tener sus propias opiniones) olvidando el otro (la consecuencia natural del primero: que casi forzosamente habrá alguien con una opinión distinta), entonces la definición está amputada.

La frase "cada uno tiene derecho a ser como es" es correcta, pero también sutilmente confusa. Sin más aclaraciones, hace creer al desatento que su libertad es infinita e ilimitada: una clara imposibilidad. Los límites de la libertad están implícitos en el concepto que representa. La relación entre los hombres no puede implicar jamás que cada uno haga lo que quiera, de la manera que se le antoje, en el momento que se le ocurra. Si se cruzaran dos personas con intenciones contrapuestas, ¿cuál de las dos debería poder ejecutar la suya? ¿Ambas? La contraposición implica que no es posible. ¿Ninguna, entonces? ¡Entonces no son libres!

Esto no significa que la libertad no exista; significa que la palabra se refiere a otra cosa: al concepto que define las cosas que uno puede hacer, y por extensión aquellas que no puede hacer para permitir a sus congéneres hacer las primeras. Podemos decir incluso que en el concepto de libertad es más importante establecer ese límite de manera satisfactoria que enumerar las acciones que permite.

La posibilidad de cada uno de albergar las ideas y gustos y preferencias que quiera, entonces, debe por fuerza estar limitada, dando lugar a que otros gocen del mismo derecho.

La detección del disentimiento no debería disparar una automática condena del antagonista; más bien, debería llamarnos a la reflexión, a la argumentación a favor o en contra, a la búsqueda de terrenos en común. En última instancia, si esos territorios no existieren, a una afable declaración de insolubilidad. Pero nunca jamás debería uno pedir la horca para aquel que se declara en desacuerdo.

Si hoy pides ejecución sumaria para un imbécil, amigo, no te sorprendas si mañana el imbecil eres tú, y el coro reclama para tí el cadalso.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.