martes, 9 de mayo de 2006

Una noche como tantas

Cabellos de angel y ñoquis de papa:

Transcurre la vida con sosegada sutileza. Amanece, cantan los pájaros, la humanidad reitera sus aberraciones y sus éxitos, y cuando llega la noche leemos los titulares: nunca hay novedades. En esta precisa regularidad basamos todos nuestros planes. Sin ella carecería de sentido todo intento por acometer cualquier empresa que excediera el instante de su concepción.

Ocurre cada tanto, sin embargo, que la rutina se ve afectada por un arranque epiléptico, y entonces agarrate Catalina. El camino que otros días parece inevitable se desdibuja de pronto, e inesperadamente nos vemos en medio de la nada, preguntándonos qué habrá pasado, al tiempo que los buitres se relamen y los gusanos piensan "¡Por fin!". La desdicha de unos es en ocasiones la gloria de otros.

En estos días fatales, desorientados, aturdidos por el cambio brusco, buscamos con desesperación y algo de esperanza una señal que nos indique el camino de regreso. Pero no; sepan, camaradas, que cuando esto sucede el destino está empeñado en ponernos a prueba. "He dado vuelta tu mundo, muchacho. ¿Qué te parece el nuevo orden? ¿Qué harás en esta hora de hastío?". Dicho esto, cierra su ojo simpaticón y se retira silbando bajito. Entendemos que del fango debe salir uno por sus propios medios o morir en el intento. Salir con ayuda es peor que perecer ahogado en la porquería.

Las pruebas de carácter son molestas y poco eficientes. Su misma naturaleza explica la falla fundamental de someter a un hombre a tal inquisición: siendo pruebas, el escenario no es real; ante un escenario irreal, los resultados han de ser, por fuerza, inexactos. ¿Por qué nos hace esto, entonces? No me van a decir que el Destino es incompetente. Díganme, en todo caso, que está un poco perturbado. No hay un razón escondida tras sus maquinaciones, o tal razón es imposible de comprender. Lo mismo da. Sólo podemos bracear en la niebla, y por ventura hallar la salida, o esperar que se disipe, o desesperar y hacerse humo. Los débiles se pierden en la nada blanca y espesa. Los hábiles, se las ingenian para ver el faro de su puerto final. Los virtuosos no necesitan cartas astrales ni mapas ni brújulas: conocen la fórmula para someter al mundo a sus deseos y la aplican por costumbre, con gracia y humildad.

Hoy no me siento particularmente virtuoso, y mi habilidad está en tela de juicio.

A pesar de mi torpeza infame, al parecer la fatalidad me tiene simpatía. Esta vez me hizo sudar, como un aviso, y me dejó ir casi ileso. Agradezco en silencio y me duermo en paz, con la certeza de que vendrán nuevas pruebas. Todas ellas, como esta, tendrán un fin y un resultado.

Comencé esta reflexión algunas semanas atrás, iluminado por la trémula luz que se enciende con el horror y la promesa del abismo. Tenemos la curiosa propiedad de comprender las verdades máximas en los instantes previos al momento en que tal comprensión nos es ya innecesaria. No escapo yo de esta certeza (no escapas tú, amigo). He decidido concluirla porque los cabos sueltos me ponen nervioso, aún cuando llegar al final de los caminos que elijo no es mi especialidad. Un camino a la vez, quizá con el tiempo pueda recorrer todo el itinerario. La traza final de mis pasos será caótica, pero será una dictada por la fe. Fe en qué... eso está por verse.

Si te preguntas, oh lector eventual, cuál es el objetivo de desparramar estas palabras, no tengo una respuesta para tí. Sólo puedo aconsejarte que no me tomes muy en serio, excepto cuando encuentres en estas líneas alguna que se condiga con tu experiencia o tu sentir. En tal caso, te invito a aceptarla o refutarla. Si has de optar por la aceptación, que sea con franqueza; y si has de refutar, pues aplícate con fuerza y perseverancia, sin cuartel, sin tregua. Desdibuja mis fantasmas y no olvides enviar un ramo de rosas blancas y un verso de tu poema preferido en honor del enemigo vencido.

Te dejo, por el momento, notando que cada reflexión es menos una reflexión y más la compleja formulación de una pregunta sin respuesta. Te dejo (en paz), y te regalo un deseo: si la fatalidad llama a tu puerta, que te sorprenda. No estés esperando el horror; tal expectación es agotadora.

No lo esperes, pero ojalá estés preparado.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.