jueves, 1 de noviembre de 2001

La Reflexión de la Semana

Un mes más que logra escapársenos. Atónitos, lo vemos deshacerse en días desperdiciados y no ser ya otra cosa sino recuerdos. Corremos a recuperarlo, nuestras torpes piernas desesperadas por vencer el olvido. Pero ya se ha ido, y un nuevo mes nos sonríe, malicioso: “También me perderás a mí, muchacho”.

Hemos sepultado tantos meses, indolentes ante cada partida como ante todo... Y no alcanzamos a comprender que cuando despidamos el último día habremos de llorarlos a todos de una vez, en una lágrima final que seguramente tendrá el gusto amargo del arrepentimiento.

miércoles, 12 de septiembre de 2001

La Reflexión de la Semana

Si bien siempre tratamos de creer la mentira, de revocar a fuerza de voluntad y acostumbramiento su evidente falsedad, tal vez nunca dejamos de saber que tarde o temprano habría de caer.

El estruendo de dicha caída ha sido espantoso.

Ellos, los otros, nos fabricaron la mentira para que pudiésemos vivir tranquilos, sin preocupaciones, dedicando nuestras horas a dejarnos violar por ejecutivos de cuentas e intereses anuales. Nos prepotearon una enorme muralla de cartón pintado, y custodiaron su integridad con balas de goma, boletines oficiales, refutaciones históricas y paparruchadas varias. Alquilaron opiniones públicas para distraer nuestras ideas y nos mandaron por correo los balances y presupuestos de nuestras ilusiones.

Nacimos en medio de la mentira y terminamos por aceptarla y pregonarla. Con el tiempo olvidamos que mentira era, y a falta de falacias más convincentes la disfrazamos de verdad.

Funcionó durante algún tiempo. Creímos que estábamos seguros. Creímos que la desgracia nos era ajena, que ellos nos protegerían de la peste y la desnutrición, del sida y la guerrilla, de las armas químicas, de la navaja en los riñones a cambio de cinco pesos y dos caramelos Tic-tac. Escudamos a nuestros hijos tras la boleta de la luz y del alumbrado; pagamos el seguro del monopatín y respiramos tranquilos. Regalamos nuestros pibes en Malvinas y nos consolamos en nombre de la patria, de Dios y de los próceres versión Santillana.

Y ellos, mientras tanto, agregaban un subsuelo más a sus guaridas, rezando que el día no llegara antes de que pudieran cerrar la escotilla y refugiar sus traseros fruncidos de terror.

Viendo cómo se derrumba la mentira ante las cámaras, oliendo la sangre, la carne quemada, el llanto sorprendido de los que se salvaron por un pelo, somos tan idiotas que nos preguntamos cómo pudo pasar esto.

Nos regalamos un segundo y reflexionamos.

Pensamos en nuestras propias pantomimas; en los piquetes y en las gomas encendidas en las esquinas. En los escraches y en las huelgas de hambre. En mostrar hoy la cintita negra que mañana nos servirá de pañuelo.

Miramos el mapa y suponemos que más allá del horizonte también hay gente. “¿En qué idioma hablarán?”, nos preguntamos. “¿Tendrán alma, como nosotros? ¿Llegará hasta allá la cigüeña?”, nos decimos, mirándonos incrédulos.

La segunda explosión resuena en los televisores como el sí desesperado de un dios harto de nuestra ceguera. Volvemos a mirar el mapa y ya no vemos un punto y una leyenda. Ahora vemos personas. Gente tan desesperada como nosotros. Otra gente, pero no son “los otros”.

Y los otros están cerrando despacito la cortina del balcón famoso, bajando las escaleras de puntillas y metiendo la cabeza en un agujero. Los otros se están llenando los bolsillos con sus (nuestros) tesoros para salir rajando cuanto antes. Los otros nos están diciendo que nos quedemos tranquilos al tiempo que el helicóptero parte hacia algún lugar seguro.

Nos miramos los unos a los otros y comenzamos a comprender. La mentira de deshace; se deshace como una telaraña castigada por el huracán inevitable de una desesperación que deberíamos estar sintiendo nosotros.

Vemos el humo y los cadáveres; los heridos; los escombros. Ellos han recibido el mensaje, pero la sangre que se filtra hacia el seno de la tierra es sangre inocente. Once mil almas tan llenas de ilusión como las nuestras se extinguen para que ellos abran los ojos.

¿Lo consiguieron? ¿Han comprendido por fin? ¿Han comprendido que no pueden mantener sus instituciones de espuma por siempre, que la fantochada tarde o temprano acabará por deshilacharse?

Mientras los otros deciden qué bomba usar como represalia, nosotros debemos interpelarnos con honestidad. ¿Quiénes son las víctimas? ¿Quiénes son los responsables? ¿A qué bando pertenecemos nosotros?

Las respuesta no puede ser otra.

Nosotros somos las víctimas. Somos víctimas de las explosiones que resuenan en la otra punta del continente, y de los piquetes que no nos dejan cruzar el riachuelo. Somos víctimas de las lluvias de bombas que caen en África y del impuesto al caramelo que nos cobran para pagar un campo de golf y un casamiento a todo trapo. Somos víctimas de esto y aquello. Somos víctimas de los otros y de nosotros mismos.

Los responsables son ellos, los otros. Los que nos piden disculpas cuando los tapa la porquería. Los que nos prometen el paraíso cuando nos morimos de hambre. Los que tirotean a nuestros hermanos en África, en Vietnam, en Ucrania, en el Golfo, en España, en Colombia, en Ecuador, en Brasil, en China. Los que nos robaron el continente cuando corríamos medio desnudos por la selva, revoleando piedras y flechitas.

Los que masacraron a los pibes en Malvinas. Los que nos robaron treinta mil padres, hermanos, madres, tías, amigos y colegas hace veinticinco años.

Los que nos venden su libertad prefabricada, sus modelos sociales, sus asesinos seriales, sus flagelos, sus prostitutas, sus predicadores y sus píldoras para recordar que olvidamos tomar alguna otra píldora inútil: una canasta familiar de oferta que nos meten por la nariz, por los ojos, por la boca, mientras un payaso nos distrae con morisquetas y un turro nos vacía la billetera y el corazón.

Los que se insultan para la foto, y después se bajan un vino en la suite. Los que esgrimen muecas de dolor para afanar un voto más. Los que ordenan masacres en pijama y con pantuflas, ebrios de whisky y poder. Los que organizan revoluciones desde una cueva y mandan a sus hijos de cinco años a sembrar bombas en hospitales y escuelas. Ellos, los otros, son los responsables.

En cuanto al bando al que pertenecemos… es el único bando que vale la pena defender. El bando de nuestra familia. El bando de nuestros amigos. El bando de nuestros hermanos latinoamericanos. El bando de nuestros hermanos de África, Asia, Europa y Oceanía. El bando de los que mueren en atentados. El bando de los que quedan en el campo de batalla. El bando de los oprimidos, de los hambrientos, de los enfermos, de los locos. El bando de nuestros abuelos, de nuestros nietos. El bando de nuestras miserias, de las ilusiones que nos robaron pero que esperamos recuperar.

El bando de la justicia.

El bando que tarde o temprano va a triunfar.



Dedicado a quienes – a lo largo de la historia - han entregado su sangre y su futuro por un pedazo de pan, una ilusión de libertad, o un poco de paz.

jueves, 16 de agosto de 2001

La Reflexión de la Semana

Nos rodean.

El círculo es cada vez más estrecho; nos asfixian poco a poco, casi sin que lo notemos. Nos sacan el aire mientras nosotros nos preocupamos por caerles bien.

Y ellos, los de afuera, nos sonríen, por supuesto. Nosotros, imbéciles y crédulos, pensamos que hemos conseguido su gracia. Pero ellos conocen - y nosotros no sospechamos – la realidad tras la mueca. Saben que no nos sonríen, sino que se ríen de nosotros.

Nos compran.

Primero compran lo que no tenemos. Luego nos venden el deseo, la tentación de tantas porquerías. Y nosotros compramos. Nuestra voluntad ya no es nuestra.

Luego compran alguna chuchería que sí tenemos, y entonces esa chuchería ya no es nuestra. Perdemos nuestras idioteces.

Más tarde nos convencen de que sería un buen negocio venderles alguna cosa un poco más importante. Un pulmón, por ejemplo. O una hija. La abuela va de regalo, ¿para qué la queremos?

Pronto han comprado tantas cosas nuestras, que no tienen lugar para guardarlas. Nos solicitan amablemente que se las guardemos durante algún tiempo; son tan buenos clientes que no podemos negarnos.

Nos dejan toda su basura en el jardín, sonriendo; siempre sonriendo.

Y nosotros también sonreímos… pero ahora ya no es un gesto, sino una mueca. Una mueca de inquietud. Por primera vez nos preguntamos si habremos hecho bien en vendernos. Rápidamente bosquejamos un inventario de lo que nos queda, en un afán desesperado de aferrarnos a nuestras últimas pertenencias. La lista sólo tiene un par de renglones: lugar suficiente para anotar nuestro número de documento, la ropa que llevamos puesta y nuestra última migaja de dignidad.

Decidimos que es hora de terminar con aquella feria barata, y corremos hacia nuestros hogares para atrincherarnos. Vemos – ¡demasiado tarde! – que nuestra casita blanca, con jardincito y chimenea (junto con las de nuestros vecinos), se ha convertido en un fabuloso centro comercial.

Nos miramos los unos a los otros, y nos preguntamos dónde iremos a vivir ahora. Es entonces cuando comprendemos la jugada maestra, el golpe genial. Desde debajo de una baldosa se infla un muñeco vestido de traje; reparte una papeleta entre los vecinos y nos tiende una lapicera a cada uno.

Algunos firman. Los meten en una camioneta, y se los llevan a alguna ratonera.

Pero quedamos quienes rompemos el contrato, y reventamos el muñeco con las lapiceras. Comenzamos a gritar. Agarramos palos; armamos bombas en botellas de vino y nos llenamos los bolsillos de piedras para la gomera. Enfilamos hacia el centro comercial, decididos a demolerlo, a recuperar nuestro inventario y nuestras vidas.

Un ejército pintado de una bandera que no es la nuestra nos corta el paso, nos reduce con armas fabricadas acá a la vuelta, vistiendo uniformes tejidos en la otra cuadra. Nos intiman a retirarnos, a firmar. Levantamos nuestro propio papel, el inventario de nuestras cosas (las últimas) con la esperanza de que comprendan que no pueden ganarnos, que no hemos vendido todo.

Nos señalan con el dedo y se cagan de la risa.

El muñeco vuelve a inflarse. Nuevos contratos y lapiceras son lo único que vemos entre las lágrimas.


No sabemos adónde va la camioneta, pero seguramente no es territorio argentino.


Dedicado a todos aquellos que no faltan el respeto, y así respetan también la memoria.

No solo el amor inquieta al alma sensible, muchachos.

domingo, 8 de julio de 2001

La Reflexión de la Semana

Por fin hemos decidido que estamos hartos. Indignados ante la batata política, ante la poda sanguinaria y sistemática de nuestros chanchitos, empezamos a juntar palos.

Amontonamos neumáticos en una esquina y en la otra. Los prendemos fuego y acorazamos la cuadra. Protestamos porque el basurero no pasa todos los días, porque el almacenero se quedó sin caramelos Fizz, porque ya no se venden las figuritas “Basuritas”. Enarbolamos la bandera, nos tatuamos símbolos patrios en la frente y salimos a revolear fruta podrida. Acto seguido, maldecimos a los políticos, a sus familias respectivas, a las instituciones en las que reptan, al país que cobija esas instituciones, a la historia que forjó la necesidad de ellas, a los próceres que fabricaron nuestra historia, a los indios que poblaban la pampa por ser indios y por poblar la pampa.

Superamos nuestra barricada y explotamos. Llegamos a la esquina y vemos que el barrio es un campo de batalla. Las viejas se tiran de los pelos. Los viejos se dan piñas y se agachan para buscar la dentadura. Los pibes se dan con la gomera y sus padres ya están cargando la ametralladora.

Nos miramos los unos a los otros y comprendemos que hemos perdido algo; un factor esencial de nuestra identidad que nos hacía compatriotas, y cuya falta nos rebaja a monos de culo pelado que se matan a piñas para merendar un piojo mugriento.

Tiramos los palos al fuego, decididos ya a buscar la paz. Cuando se hubieron consumido, apagamos el fuego de los neumáticos.

Hablamos con los combatientes y reducimos sus llamas también. Los viejos se levantan, los niños les alcanzan las dentaduras perdidas. Los hombres se abrazan, húmedos de alegría. Las viejas se peinan y chusmean alguna pavada. Todo ha vuelto a la normalidad.

¡Pero a no olvidar!, nos decimos. Unos cuantos nos unimos y organizamos una movilización pacífica. Juntamos miles de personas, unidas todas ellas por un sentimiento de confraternidad. Las lideramos en el camino de la bondad, predicando moralidad de la buena por los mismos medios que antes usábamos para despotricar contra nosotros mismos.

Nos convertimos en amigos de todas las cosas, redentores absolutos, jueces imparciales, ejemplos para la posteridad. Nos envolvemos en ropajes blanquicelestes e invadimos Plaza de Mayo. No clausuramos, sin embargo, ningún acceso a ninguna parte.

Nos hacemos oír. Cantamos el Himno Nacional a viva voz, plenos de orgullo y pasión. Nuestras lágrimas alimentan un río único que barre los sedimentos de nuestra ceguera, de nuestra impotencia.

Somos la Nación. Somos la Patria. Y hemos venido por lo que nos corresponde.

Entonces salen ellos, los otros. Nos sonríen sus sonrisas de marfil y dibujan ademanes circenses en la niebla de invierno. No les damos pelota y seguimos con la nuestra. No entienden que no estamos aquí por ellos. No entienden que ya no importan, porque hemos encontrado otro camino.

Pero pronto se les hace evidente que esta movilización no es como las otras. Se miran entre ellos y comprenden que esta vez están jodidos, acaso. Levantan el teléfono rojo y aparece la caballería.

Humo, balas de goma y palazos en la nuca. Somos muchos, pero estamos agotados. Nos dispersan la voluntad en una estampida de fuerza de choque.

Volvemos al barrio y restauramos la barricada a las apuradas. Ahora sólo queremos protegernos. Nos ocultamos y rezamos por que no nos persigan. Ellos, viéndonos derrotados y miserables en nuestras madrigueras, vuelven a sus cuevas oscuras.

Comprendemos que no podemos sembrar si la tierra está llena de piedras y hierba mala. Y sabemos también que el único arado que servirá en este campo se carga con pólvora. Pero no somos soldados. Somos simplemente gente. Y no queremos ver a nuestros pibes de cinco años manejando un fusil que pesa dos veces más que ellos.



Entonces nos resignamos y volvemos a empujar la rueda.



Pero la sombra que nos envuelve ahora ya no es la misma; cicatriza en ella la esperanza de que, algún día, surja un héroe que nos enseñe a gritar sin tener que despojarnos de nuestro traje de buena gente.



(Dedicado a esos próceres contemporáneos y anónimos cuya férrea voluntad riega el orgullo de nuestros hijos, y dibuja en el pizarrón de nuestra sociedad ávida la ecucación perfecta de la bondad.

Quiénes son, no lo sé. Cuántos o bajo la sombra de qué árbol se amparan, tampoco. Pero hay que apostar por su existencia de todas formas.)

sábado, 9 de junio de 2001

La Reflexión de la Semana

Basta de urgencias.

Quiero una vida de paz, de largos paseos por la llanura, de paisajes eternos y de música serena. Quiero antiguos caminos que me lleven hacia parajes olvidados, cuya visión sea un recuerdo ajeno transfigurado por cristales de nostalgia. Quiero amores imposibles que me limpien de dolor y realidad, que me eleven en gráciles fantasías de mundos florecientes de caricias y susurros, de miradas perdidas en el alma de profundas simplezas. Quiero acordar una fértil amistad con las criaturas que viven a mi alrededor, brindarles mi presencia y regocijarme en la suya. Aceptar mi condición de efímero y abrazar cada segundo con una lágrima de adiós.

Quiero vivir por y para lo demás, por y para mí mismo, en una comunión tan firme, tan amable y desinteresada que, en el momento de mi partida hacia el país oscuro, cielo y tierra lloren una despedida alegre de lluvia y viento, sol y flores. Quiero que vivir en todos, y sentir la esencia de todos dentro de mí, como incontables voces cantando sin palabras ni música una melodía de confraternidad.

Quiero ser un pasajero alegre y feliz en este mundo; alejarme de él con la certeza de haber aprendido algo, con el orgullo de haber enseñado un poco más, y con la esperanza de que, en algún momento entre la muerte y la eternidad, un ángel rescate mi esencia de la nada y me haga brotar nuevamente a la vida. Pero esta vez como un ave de colores, como una flor en primavera, o acaso tan solo como un amigo de todas las cosas.


P.D.: Saludos a todos. Que tengan un excelente fin de semana, que hagan valer sus horas, y que no olviden el consejo de mi amigo personal Jerry: "Tú eliges cómo vivir tu vida".

Nada más.

sábado, 5 de mayo de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Por una vez en mucho tiempo, al fin hemos conseguido pisotear una semana con orgullo.

Escupiendo al viernes, sarcásticos y seguros, le damos la espalda muertos de risa, nos ponemos la malla y ya queremos zambullirnos de cabeza en el fin de semana. Reposo para el cuerpo y espíritu, esos dos días son consagrados por nosotros a la alcoholemia, la lujuria inconsciente y anticonceptiva y el desenfreno alocado. Descansamos y comenzamos la semana más deshechos que nunca.

Curiosamente, apuntamos hacia la destrucción propia. La vida misma pareciera ser una flecha hacia la muerte; pues, estando vivo, ¿hay certeza más grande que la de la muerte?

Imitamos los grandes esquemas del universo en nuestras minúsculas experiencias. El ciclo de vida y muerte es tentador. Nos sometemos a los más exigentes regímenes de tortura programada, consumiendo todo tipo de sustancias a sabiendas de que tarde o temprano nos robarán unas semanas. Castigamos nuestra carne con vicios, estridencias estéreo, montañas rusas y electrones voladores. Clausuramos conexiones interneurales con narcóticos y arruinamos órganos del aparato digestivo con pesticidas, colorantes, cafeína.

Intentamos emular a la muerte, vieja y mañosa como es. Pero cuando ella decide golpear a nuestra puerta, vestida de cáncer, de SIDA, de epilepsia, nos rasgamos las vestiduras y nos preguntamos qué demonios hemos hecho para despertar el desconcierto del Señor y recibir tal castigo.

"No hiciste más que nacer, infeliz", nos susurra cierta voz interior. No podemos refutar tal afirmación, pero lo intentamos de todas formas. Prometemos abandonar los dudosos bosques de la lujuria y la perdición, acordamos regresar a la senda de la bondad, nos humillamos en eternos rezos y acrobacias circenses para ganar la gracias del Altísimo.

Y el milagro sucede.

El cáncer cede. Se fortalecen nuestros músculos. Balanceada la composición química de nuestra sangre, dejamos de depender de las sondas intravenosas. Nos sacan el respirador. Volvemos a caminar, a ver, a hablar. Tan frágiles ayer, hoy nos creemos inmortales, indestructibles.

Olvidamos los rezos, el sufrimiento, las promesas de cristal. Juramos ante el espejo no desperdiciar un sólo segundo de nuestras vidas. "De ahora en más, voy a hacer lo que tenga ganas de hacer". Y alquilamos una montaña de putas, ingerimos media localidad de Quilmes y vaciamos una farmacia en nuestro torrente sanguíneo.

Criaturas despreciables como somos, creemos que pudimos vadear el destino, hacerle un corte de manga a la Parca y salir rajando justo cuando nos disparaba un guadañazo. Suponemos, en nuestra miserable posición, que podremos hacerlo siempre que queramos. Dios nos mira y sacude la cabeza, resignado.

Podemos seguir jugando. Podemos cagarnos de risa de todo y abandonarnos a la desidia, a la parranda, al arrobo carnal.

sábado, 21 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Otra semana que se nos escapa. Arena entre los dedos, los días se filtran sin diferencia ni novedad, sin asombro ni milagros.

La rutina nos empaqueta. Nos pule y nos lustra. Nos deja igualitos los unos a los otros. Y si somos todos iguales, si todos tenemos y soñamos lo mismo; si todos comemos la misma basura y vestimos los mismos harapos, ¿cómo podemos decir que tenemos identidad? ¿Cómo sabemos quien es quién? ¡Ah, pero lo sabemos! Alguien nos sopla cuando lo olvidamos; alguien nos da un mamporro y volvemos al camino.

El calendario no sirve. Medimos el tiempo por el despertador, las pantuflas, la ducha, afeitarse y perfumarse, desayunar alguna migaja, ponerse el saco y salir al smog, las bocinas, el griterío infernal; subir a un barril de aceitunas y bajar como se pueda; sentarse, sacudir papeles, atender teléfonos y pintar sonrisas de frío marfil de imitación; correr la carrera con una porción de pizza en la mano y volver a la cueva; más gritos, más café, más abrochadora, planilla de cálculo y marfil, todo el marfil que queramos. Otro barril y a embobarse. Asimilar porquería un par de minutos más. Cena, postre, cafecito con coñac y a embalsamarse. El universo llega a su fin entonces. Todo se destruye, se mezcla y se amasa; se hace la luz y todo renace. El ciclo no se termina; es eterno, interminable, aburrido y carcelero.

Y mientras tanto, la pobre identidad fotocopiada que tenemos por documento sueña con un mundo a colores, con la mujer del prójimo y con el partido del domingo. El almanaque adelgaza en hojas, nosotros adelgazamos de sueños y esperanza. La rueda avanza y pisa al que se le ponga en medio. Como los caballos, sólo se nos permite mirar hacia adelante, nunca a los costados; no sea cosa de que veamos al vecino y decidamos jugar a las cartas; no sea cosa de que hagamos un amigo y seamos más fuertes; no sea cosa de que nos enamoremos de una mina y queramos rajarnos al carajo a comer perdices.

El domador ya no usa su látigo. Ahora tiene un palo del que cuelgan treinta y tres millones de zanahorias marchitas que nos tientan a dar un paso, después otro, siguiendo el ritmo de la rueda, siempre girando en torno al mismo eje de engaño y aceptación, de robo y resignación, de risotada y cabezas gachas. Reconociendo la genial estrategia, una sombra hace a un lado su hortaliza y sale corriendo. La buscan y la machacan con organismos recaudadores y reglas de convivencia urbana. Indiferentes, seguimos empujando la rueda. Ellos saben que tienen la vaca atada.

Pero ahora todo cambia. No queremos ni zanahoria ni plazos fijos ni convertibilidad. No queremos grabadoras ni heladeras. No queremos seiscientos canales ni anchos de banda. Incontenibles, las sombras se agitan, gritan, se revelan. Nos besamos y jugamos al truco; nos casamos y procreamos y corremos por el bosque y remontamos barriletes de esperanza. Nos teñimos de luz, nos manchamos de diferencias. Dejamos de ser uno para ser muchos, incontables. Tiramos la casa por la ventana y nos fumamos un pasto cualquiera. Hacemos una Gran Fogata Gran con las chequeras, los juguetes, los aparatos y los anchos de banda. Cocinamos nuestra esclavitud y nos damos una panzada.

Desesperados, ellos nos vuelven a regalar pinturitas y crayones y plasticola. Como nada funciona se meten en nuestras casas y nos ponen bombas; las desarmamos con una cuchara y se las prendemos fuego también. Nos pintamos la cara con barro, armamos unas pancartas rojas y corremos a saturar autopistas, bocacalles, pasos a nivel, escaleras mecánicas, obeliscos y monumentos históricos. Escupimos a la historia, los héroes y a sus mismísimas madres que los parió. Estamos hartos, decimos; estamos furiosos, decimos. ¡BASTA YA!, decimos. Seguimos gritando, eufóricos, desesperados, sedientos de justicia, de sangre, de palazos, gas lacrimógeno y guerra civil. Rompemos vidrios y quemamos autos, aplastamos barricadas. Estamos unidos, respiramos libertad. Revoleamos cadenas, piedras y tachos de basura. Somos fuertes. Somos treinta y tres millones de llamas enfurecidas.

Desesperados, ellos salen al balcón. Con lágrimas en sus mejillas, con dolor en sus miradas, nos abren sus corazones. Patalean por el tiempo perdido, por la injusticia, por el dolor. Se tiran la pelota y hacen mea culpa. Nosotros guardamos silencio; por dentro, sin embargo, gritamos jubilosos "¡Victoria!". Por último, se toman de las manos, inundados en lágrimas. Bajan la cabeza y nos piden perdón.

Ante la gloria de sabernos vencedores, no sabemos qué hacer. Se ofrecen a guiarnos. "Están perdonados", decimos; nos ponemos otra vez el traje de sombra y a seguir empujando la rueda se ha dicho, que estamos atrasados.

La rutina y el engaño nos arropan una vez más, y volvemos a añorar los barriletes y las flores, el cielo azul y las ropas de colores, imaginando cuándo nos darán otra excusa para pintarnos la cara y salir a romper cosas, a pretender que nosotros - y no ellos - dirigimos la rueda.

viernes, 13 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Fue ésta una semana anómala, un pequeño regalo de la superioridad para calmar nuestra ansiedad de libertad. Recursos que tienen Ellos para mantenernos calladitos y felices, rompiendo huevos e ingiriendo pastillitas de felicidad. Patrañas. Nos mienten, pero no nos ocultan la inmundicia. Nos brindan, en cambio, una caja llena de pinturitas para dibujemos nuestra propia pantalla, a gusto y piacere. Y somos como niños: olvidamos nuestro hambre o moretón de turno mientras tengamos algo que hacer, una nueva pavada que jugar. Estamos jodidos.

Hablamos de historia, de la evolución del hombre, de repetidas revoluciones y conquistas, del 9 de julio. Mientras tanto, nos tocamos la escarapela y cantamos el himno, esperando escuchar la letra de quien tengamos al lado porque no la sabemos. Hipócritas somos, porque es la única enseñanza que supieron darnos. La mentira y el engaño están presentes en el aire que respiramos; un virus que no come leucocitos ni corroe hígados, sino que mastica bocados de alma como si de una golosina se tratara. Este aire porteño que nos instruye en la puteada como presentación y la escupida porque sí, en patear perros y gatos por igual, en parar el colectivo a tres metros del cordón y robarse ceniceros del bar.

Somos porteños y lo decimos con orgullo, y al mismo tiempo se nos encoje el corazón de vergüenza: la vergüenza de ser porteños y hacer de ello un acto público. Declaramos que somos importantes, que hacemos la diferencia; todos y cada uno de nosotros cree que es mejor que los demás, y la cuenta termina dando que todos somos la misma paparruchada.

Compramos. Compramos cosas y más cosas para ser alguien, como si uno fuera más inteligente por cagar en un inodoro con olor a lavanda. Sabemos que nos tiramos pedos como cualquier hijo de vecino, pero ¿qué importa?: vestimos pantalones con chapitas brillantes. Consumimos y nos pegamos las etiquetas de los precios en la frente. El DNI no vale nada; para ser socio hay que presentar la boleta de la luz o del celular. No tenemos identidad. Somos rusos, tanos, gallegos, suecos, portugueses, mejicanos, maoríes, croatas, yugoslavos, turcos, iraquíes, peruanos, bolivianos, chilenos o puertorriqueños: cualquier cosa con tal de no ser argentinos. Cuando nacemos no tenemos ni etiqueta ni precio ni oferta de la semana ni pan bajo el brazo. Hijos del hambre y la revolución. Hijos del aceite caliente revoleado desde una terraza. Hijos del gomerazo y la bicicleta del dólar. Hijos de cualquier parte.

De pronto nos sentamos en una plaza, y miramos a nuestro alrededor. Nos sentimos en paz. Una paloma engulle una migaja de pan o un maíz, una madre pasea con su hijito, un grupo de nenes juega a la pelota. Contemplamos los enormes árboles, y los imaginamos cuando no eran más que una ramita mísera que apenas se asomaba. Miramos el cielo, azul, eterno. Los bancos y el caminito de ladrillo picado. Los canteros con flores algo descuidadas. Un tacho de basura repleto. Uno o dos faroles despintados que, sorprendentemente, conservan intacta su lámpara. En medio de la tregua, una vez más nos preguntamos quién somos, cuál es nuestro lugar en la sopa. Más allá de la plaza se adivinan los bocinazos y la furia, la terrible furia que mueve la ciudad y el mundo, siempre hacia adentro, un paso más cerca de la inmundicia. Pero eso está lejos, pues la plaza es el mundo ahora, una tregua, una prudente distancia entre nosotros y Ellos. Una zona franca. Aquí podemos pensar, y las respuestas sean tal vez un poco más sinceras. Pues mientras encontremos paz, Ellos - los otros - no pueden bombardearnos con sus multiprocesadoras y celulares y paginas web y frescura a toda hora y suavidad total y máxima rentabilidad. Aquí la realidad se reduce a la paloma y el banco, la madre y el caminito, el farol que compite con el árbol.

Cerramos los ojos, nos inundamos de fragancias. Una vez más - tal vez la última, si llegásemos a perder la esperanza - nos preguntamos quiénes somos. Y la respuesta llega natural, inquietante en su simpleza. Nos asustamos. Abrimos los ojos, y nos sentimos cubiertos de sudor. La madre y la paloma y los nenes se han ido. Notamos que hay menos luz; el sol se escapó a trote ligero mientras meditábamos. Pero ha valido la pena, pues hemos encontrado la punta de la madeja. Ya podemos comenzar a desenredarla. Tiraremos un poquito hoy, otro poco mañana. Desharemos un nudo aquí y otro allá. Despacio, muy despacio, la madeja irá desapareciendo. Y en algún momento ya no habrá madeja, sólo hilo; kilómetros de hilo azul. Ellos nos ofrecerán entonces pinturitas fluorescentes, crayones mágicos, muñecos que hablan y bonos pagaderos a diez años; películas con efectos especiales y figuritas; reproductores de música, grabadoras de imágenes y cámaras de fotos; lavarropas que caminan y cuentan chistes; monopatines con radio y lucecitas de colores...

Les diremos, entonces, que se los metan en el culo.

domingo, 8 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Semana podrida la que hoy nos toca enterrar. Dividida entre la ignorancia y la indignación, entre el cuchicheo y las patadas en el trasero, fue la furia el parámetro que tiñó las horas, alargándolas en su tediosa continuidad. Pero por suerte todo llega a su fin. Nos vamos a dormir y creemos - esperamos - que la mañana nos regale un día mejor, un futuro más sano y justo.

Por supuesto, la mañana ha sufrido millones de vidas, y es más sabia que nosotros. Nos revolea, entonces, una piedrazo de realidad que nos da en medio de la cara. Nos despertamos sobresaltados, confundidos... ¿se habrá cumplido nuestro sueño? Nos rodean el despertador, las sábanas sucias de olor a pesadilla, el cielorraso manchado de humedad y una mesa de luz con una biblia y una revista porno. Allí, sentados en la cama, sintiendo aún en la cara la certeza de haber despertado al mismo anacronismo de siempre, suspiramos con credulidad: "Tal vez mañana..."

Pero tal vez no haya un mañana para nosotros. Tal vez un gordo ignorante y aburrido apriete un botón rojo mientras le da sin asco a uno de milanesa completa y volemos todos en pedazos. Quizá nos aplaste el contagio general de alguna fiebre africana y terminemos escupiendo los pulmones en un atraque de tos. ¿Pero qué podemos hacer? Nada. Tenemos que seguir metiéndonos en el barril de aceitunas todas las mañanas para ir a dejarnos violar por ellos, por los otros. Tenemos que bajar la cabeza y pagar el incentivo docente y el impuesto al caramelo. Todo se trata de romperse el alma trabajando para pagar los impuestos que nos permiten trabajar.

Nos entrenamos. Vamos a la escuela primaria, le compramos una casa quinta a un tal Santillana y leemos poemas de Borges sin saber dividir con decimales. Nos inundamos de collages y transportadores y llamados de atención por reírnos en la clase de matemáticas. Aprendemos historia universal, geografía de Europa y literatura norteamericana, pero ni siquiera sabemos qué bondi nos deja en Plaza Francia o quién mierda escribió el Martín Fierro. Vamos al viaje de egresados de Córdoba y nos decimos que es lo mejor que nos pasó en la vida. Lloramos y nos abrazamos y nos apretamos a una mina. Al día siguiente nos cruzamos en la calle y no nos reconocemos o nos hacemos los pelotudos.

Vamos al secundario y ¡es otra cosa! Nos tratan de señor y nos ponen amonestaciones. Nos levantamos minitas y aprendemos a pelear por una mirada o un sánguche de salame y queso. Aprendemos calcular derivadas y a dibujar balances, a forjar el país y a amar al prójimo. Aprobamos con un machete y ya somos el futuro de la patria. Fabricamos sueños: nos regalan la ilusión de ser gerentes de una importante empresa o interventor de auditoría financiera o presidente de la asociación para poner cosas sobre otras cosas.

Después de todo, no tendría sentido estudiar si fuéramos a terminar siendo taxistas o albañiles o heladeros o vendedores de estampitas, ¿no es cierto? El pueblo no necesita saber nada mientras estén ellos, los otros, para decirnos cómo son las cosas, qué es bueno y qué es malo, qué hay que pensar y qué hay que olvidar, qué mierda podemos soportar y qué mierda mejor no tocar. Podemos dormir tranquilos.

Aceptamos nuestro destino. Nos sometemos a la historia y el mundo marrano que nos atropella con medidas de calidad y metodologías negreras y estructuras jerárquicas y sistemas on line. Aprendemos a vivir en la basura e incluso nos acostumbramos. El olor a podrido parece desaparecer si lo respiramos lo suficiente. La fuerza de la costumbre nos lleva a pensar, a veces, que todo está bien: que la rueda gira y gira suavemente, que todos empujamos con voluntad y decisión, que ellos nos avisarán cuando una piedra se ponga en el camino.

Y de pronto sentimos un dolor en el culo que no se aguanta y nos damos cuenta que estamos mordiendo el polvo, tirados en la calle. Un perro nos mira y se va, cagándose de risa y sacudiendo la cola. Nos levantamos, nos sacudimos el traje. Miramos la puerta que se cierra; tras ella, cobijados en una oscuridad que nos rechaza, dos ojos rojos lloran lágrimas de carcajada. Recordamos y vemos en esos ojos la misma hipocresía que nos pidió perdón de rodillas cuando quemábamos autos y pateábamos tachos de basura.

Bajamos la cabeza, y somos tan infelices que se nos ocurre pensar que es culpa nuestra. Recordamos todas las veces que llegamos tarde porque se atrasó el barril, todas las veces que no terminamos esos putos informes a tiempo o aquel día cuando miramos a los ojos a un gerente. Los justificamos con esas fantasías al olvidar que nunca tuvimos el control, nunca fuimos parte de ninguna consideración. Engrosamos números negativos, aparecemos en las noticias y tenemos que salir a robar para alimentar a nuestros ocho hijos. Nos persiguen, nos muelen a palos y nos meten presos. Nos cobran multas y nos embargan la casa. Nuestras esposas se van con el mismo gerente que nos rajó al carajo.

¿Tenemos alguna elección? ¿Podemos cambiar el mundo cuando no tenemos ni una moneda para volver a casa? ¿Está en nuestras manos hacer que nuestra vida sea mejor? ¿O tenemos que creer, por el contrario, que la única que nos queda es ser la puta de un forro que se pasa la vida jugando al golf, fumándose medio selva amazónica y montándose a todas las bailarinas de Sábado Bus? ¿Dejar que nos rompan el orto una y otra vez a cambio del pancho y la coca?


Este mundo es un lugar de puta madre...

pero sólo para algunos.


Pongo en sus manos, amables amigos, la decisión final.



"A veces uno no es dueño de sus actos, pero mientras no lleve una mancha en su conciencia es libre de andar."

(colaboración de Mariano Sola)

viernes, 6 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Otra semana que se va, de la mano de un viernes paposo, insulso. Tras el ojo que nos mira constantemente, huye de nosotros una sonrisa macabra, dibujada por los dientes que mastican nuestra voluntad y nuestra fe. Nos levantamos y ya queremos acostarnos nuevamente. Cansados de trabajar, de descansar, de vivir y de pensar en la muerte, somos maniquíes de gelatina, perros que tiran del trineo en el que se montan unos pocos hipócritas de bolsillos llenos y sesera reseca.

Nos preguntamos si no hay un mundo mejor.

Lloramos la misma lágrima una y otra vez; compartimos un pañuelo húmedo y deprimente, sabiendo que el esfuerzo es fútil pero incapaces de escapar. Miramos a nuestro alrededor e inventariamos las cosas que nos desagradan. Corroboramos la lista y entre un ítem y otro vemos nuestro nombre. Nos entristecemos pero seguimos tomando el colectivo de siempre.

Nos preguntamos si tenemos otra opción.

Llamamos al 110 y nadie sabe nada. Nos esconden la respuesta y después la pierden. Ya no hay respuesta. Habrá que fabricar una nueva, nos decimos. Y la pulgosidad amable que nos alumbra, nos barre y nos limpia nos cierra la puerta en la cara, matándose de risa como si fuésemos bufones lastimosos, militantes de un humor barato y prefabricado. Les creemos, ¿por qué no? Carnaza de una albóndiga irreconocible, rodamos hacia una rutina que nos droga de resentimiento y agobio. El mundo se cansa de nosotros. Insistimos en que somos libres, continuamos la comedia amarga y creemos que nos van a aplaudir cuando termine, un apretón de manos y tal vez una flor. En lo profundo de nuestros corazones triturados conocemos la verdad.

El gusano del tiempo nos come desde adentro, ensañándose con esta dichosa actitud de dejarse vejar por ellos, por los otros. El gusano engorda porque sabe que él seguirá aquí cuando seamos polvo.

Y en medio del cansancio, en medio de la ceguera que nos llena de ira e impotencia, de codicia y resignación, vemos una luz. Una luz que nos invita a vender nuestras baratijas, a quemar nuestros ranchos. Una luz que promete tardes de sol y paseos entre los árboles, agua fresca, siestas amables y amistades eternas. Una luz que vemos y repudiamos, porque representa todo lo que no somos, todo lo que nos falta. Una luz que nos inunda de deseo, de ímpetu... algo que no estamos acostumbrados a sentir.

Una luz...

sábado, 31 de marzo de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Otra semana que se va, de la mano de un viernes fatídico, castigado por una ciudad amarga y fofa. Un cielo que no se decide, una paloma que picotea media Plaza de Mayo, un viejo que escupe una vereda. Pequeñas imágenes de esta sopa marrana, este útero pervertido que nos hace renacer a la depresión y el rencor que marcan nuestro camino. Transitamos sendas anegadas de podredumbre, pobreza y deshonor. Comemos basura de primera calidad, relamiendo nuestros dedos raquíticos en un rictus de resignada aceptación. Asimilamos droga y violencia, locura y traición. Miramos por la ventana y vemos al vecino, y queremos prenderlo fuego. Nuestro reflejo nos mira, muerto de risa, sabiendo que él disfruta una existencia temporal y feliz, mientras nosotros, del otro lado, nos condenamos cada vez más a la rutina del desencanto. Moriremos anónimos, crédulos de haber hecho un cambio en la inmundicia, tan ciegos como hemos vivido. Pero nada nos importa, nada nos conmueve. Permanecemos en nuestra locura urbana ignorantes del camino de liberación, de la forma de matar al útero y nacer por nosotros mismos. Compramos una personalidad en cuotas y pagamos intereses, felices de que nos digan cómo y qué sufrir, de que nos lleven de las narices siempre hacia atrás, hacia adentro, un paso más cerca del centro de lo mundano.

¿Qué pasó con nuestra sonrisa? Al caminar miramos hacia abajo, sólo ocasionalmente hacia adelante. Evitamos la mirada de nuestros semejantes, y mirar hacia arriba nos provoca aprensión. Nos avergüenza ver nuestra infelicidad en la ajena. Somos títeres concientes, quejándonos del titiritero pero sabiendo que lo necesitamos. Somos animales malolientes de superficialidad y consumismo, de maravillosa necedad.

Y en medio de toda la locura, de toda la oscuridad que nos apresa, de toda la basura que somos y hacemos, una esperanza se deja entrever...


(originalmente publicada el 30/03/2008)