viernes, 13 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Fue ésta una semana anómala, un pequeño regalo de la superioridad para calmar nuestra ansiedad de libertad. Recursos que tienen Ellos para mantenernos calladitos y felices, rompiendo huevos e ingiriendo pastillitas de felicidad. Patrañas. Nos mienten, pero no nos ocultan la inmundicia. Nos brindan, en cambio, una caja llena de pinturitas para dibujemos nuestra propia pantalla, a gusto y piacere. Y somos como niños: olvidamos nuestro hambre o moretón de turno mientras tengamos algo que hacer, una nueva pavada que jugar. Estamos jodidos.

Hablamos de historia, de la evolución del hombre, de repetidas revoluciones y conquistas, del 9 de julio. Mientras tanto, nos tocamos la escarapela y cantamos el himno, esperando escuchar la letra de quien tengamos al lado porque no la sabemos. Hipócritas somos, porque es la única enseñanza que supieron darnos. La mentira y el engaño están presentes en el aire que respiramos; un virus que no come leucocitos ni corroe hígados, sino que mastica bocados de alma como si de una golosina se tratara. Este aire porteño que nos instruye en la puteada como presentación y la escupida porque sí, en patear perros y gatos por igual, en parar el colectivo a tres metros del cordón y robarse ceniceros del bar.

Somos porteños y lo decimos con orgullo, y al mismo tiempo se nos encoje el corazón de vergüenza: la vergüenza de ser porteños y hacer de ello un acto público. Declaramos que somos importantes, que hacemos la diferencia; todos y cada uno de nosotros cree que es mejor que los demás, y la cuenta termina dando que todos somos la misma paparruchada.

Compramos. Compramos cosas y más cosas para ser alguien, como si uno fuera más inteligente por cagar en un inodoro con olor a lavanda. Sabemos que nos tiramos pedos como cualquier hijo de vecino, pero ¿qué importa?: vestimos pantalones con chapitas brillantes. Consumimos y nos pegamos las etiquetas de los precios en la frente. El DNI no vale nada; para ser socio hay que presentar la boleta de la luz o del celular. No tenemos identidad. Somos rusos, tanos, gallegos, suecos, portugueses, mejicanos, maoríes, croatas, yugoslavos, turcos, iraquíes, peruanos, bolivianos, chilenos o puertorriqueños: cualquier cosa con tal de no ser argentinos. Cuando nacemos no tenemos ni etiqueta ni precio ni oferta de la semana ni pan bajo el brazo. Hijos del hambre y la revolución. Hijos del aceite caliente revoleado desde una terraza. Hijos del gomerazo y la bicicleta del dólar. Hijos de cualquier parte.

De pronto nos sentamos en una plaza, y miramos a nuestro alrededor. Nos sentimos en paz. Una paloma engulle una migaja de pan o un maíz, una madre pasea con su hijito, un grupo de nenes juega a la pelota. Contemplamos los enormes árboles, y los imaginamos cuando no eran más que una ramita mísera que apenas se asomaba. Miramos el cielo, azul, eterno. Los bancos y el caminito de ladrillo picado. Los canteros con flores algo descuidadas. Un tacho de basura repleto. Uno o dos faroles despintados que, sorprendentemente, conservan intacta su lámpara. En medio de la tregua, una vez más nos preguntamos quién somos, cuál es nuestro lugar en la sopa. Más allá de la plaza se adivinan los bocinazos y la furia, la terrible furia que mueve la ciudad y el mundo, siempre hacia adentro, un paso más cerca de la inmundicia. Pero eso está lejos, pues la plaza es el mundo ahora, una tregua, una prudente distancia entre nosotros y Ellos. Una zona franca. Aquí podemos pensar, y las respuestas sean tal vez un poco más sinceras. Pues mientras encontremos paz, Ellos - los otros - no pueden bombardearnos con sus multiprocesadoras y celulares y paginas web y frescura a toda hora y suavidad total y máxima rentabilidad. Aquí la realidad se reduce a la paloma y el banco, la madre y el caminito, el farol que compite con el árbol.

Cerramos los ojos, nos inundamos de fragancias. Una vez más - tal vez la última, si llegásemos a perder la esperanza - nos preguntamos quiénes somos. Y la respuesta llega natural, inquietante en su simpleza. Nos asustamos. Abrimos los ojos, y nos sentimos cubiertos de sudor. La madre y la paloma y los nenes se han ido. Notamos que hay menos luz; el sol se escapó a trote ligero mientras meditábamos. Pero ha valido la pena, pues hemos encontrado la punta de la madeja. Ya podemos comenzar a desenredarla. Tiraremos un poquito hoy, otro poco mañana. Desharemos un nudo aquí y otro allá. Despacio, muy despacio, la madeja irá desapareciendo. Y en algún momento ya no habrá madeja, sólo hilo; kilómetros de hilo azul. Ellos nos ofrecerán entonces pinturitas fluorescentes, crayones mágicos, muñecos que hablan y bonos pagaderos a diez años; películas con efectos especiales y figuritas; reproductores de música, grabadoras de imágenes y cámaras de fotos; lavarropas que caminan y cuentan chistes; monopatines con radio y lucecitas de colores...

Les diremos, entonces, que se los metan en el culo.

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