domingo, 8 de abril de 2001

La Reflexión de la Semana

Muchachos:

Semana podrida la que hoy nos toca enterrar. Dividida entre la ignorancia y la indignación, entre el cuchicheo y las patadas en el trasero, fue la furia el parámetro que tiñó las horas, alargándolas en su tediosa continuidad. Pero por suerte todo llega a su fin. Nos vamos a dormir y creemos - esperamos - que la mañana nos regale un día mejor, un futuro más sano y justo.

Por supuesto, la mañana ha sufrido millones de vidas, y es más sabia que nosotros. Nos revolea, entonces, una piedrazo de realidad que nos da en medio de la cara. Nos despertamos sobresaltados, confundidos... ¿se habrá cumplido nuestro sueño? Nos rodean el despertador, las sábanas sucias de olor a pesadilla, el cielorraso manchado de humedad y una mesa de luz con una biblia y una revista porno. Allí, sentados en la cama, sintiendo aún en la cara la certeza de haber despertado al mismo anacronismo de siempre, suspiramos con credulidad: "Tal vez mañana..."

Pero tal vez no haya un mañana para nosotros. Tal vez un gordo ignorante y aburrido apriete un botón rojo mientras le da sin asco a uno de milanesa completa y volemos todos en pedazos. Quizá nos aplaste el contagio general de alguna fiebre africana y terminemos escupiendo los pulmones en un atraque de tos. ¿Pero qué podemos hacer? Nada. Tenemos que seguir metiéndonos en el barril de aceitunas todas las mañanas para ir a dejarnos violar por ellos, por los otros. Tenemos que bajar la cabeza y pagar el incentivo docente y el impuesto al caramelo. Todo se trata de romperse el alma trabajando para pagar los impuestos que nos permiten trabajar.

Nos entrenamos. Vamos a la escuela primaria, le compramos una casa quinta a un tal Santillana y leemos poemas de Borges sin saber dividir con decimales. Nos inundamos de collages y transportadores y llamados de atención por reírnos en la clase de matemáticas. Aprendemos historia universal, geografía de Europa y literatura norteamericana, pero ni siquiera sabemos qué bondi nos deja en Plaza Francia o quién mierda escribió el Martín Fierro. Vamos al viaje de egresados de Córdoba y nos decimos que es lo mejor que nos pasó en la vida. Lloramos y nos abrazamos y nos apretamos a una mina. Al día siguiente nos cruzamos en la calle y no nos reconocemos o nos hacemos los pelotudos.

Vamos al secundario y ¡es otra cosa! Nos tratan de señor y nos ponen amonestaciones. Nos levantamos minitas y aprendemos a pelear por una mirada o un sánguche de salame y queso. Aprendemos calcular derivadas y a dibujar balances, a forjar el país y a amar al prójimo. Aprobamos con un machete y ya somos el futuro de la patria. Fabricamos sueños: nos regalan la ilusión de ser gerentes de una importante empresa o interventor de auditoría financiera o presidente de la asociación para poner cosas sobre otras cosas.

Después de todo, no tendría sentido estudiar si fuéramos a terminar siendo taxistas o albañiles o heladeros o vendedores de estampitas, ¿no es cierto? El pueblo no necesita saber nada mientras estén ellos, los otros, para decirnos cómo son las cosas, qué es bueno y qué es malo, qué hay que pensar y qué hay que olvidar, qué mierda podemos soportar y qué mierda mejor no tocar. Podemos dormir tranquilos.

Aceptamos nuestro destino. Nos sometemos a la historia y el mundo marrano que nos atropella con medidas de calidad y metodologías negreras y estructuras jerárquicas y sistemas on line. Aprendemos a vivir en la basura e incluso nos acostumbramos. El olor a podrido parece desaparecer si lo respiramos lo suficiente. La fuerza de la costumbre nos lleva a pensar, a veces, que todo está bien: que la rueda gira y gira suavemente, que todos empujamos con voluntad y decisión, que ellos nos avisarán cuando una piedra se ponga en el camino.

Y de pronto sentimos un dolor en el culo que no se aguanta y nos damos cuenta que estamos mordiendo el polvo, tirados en la calle. Un perro nos mira y se va, cagándose de risa y sacudiendo la cola. Nos levantamos, nos sacudimos el traje. Miramos la puerta que se cierra; tras ella, cobijados en una oscuridad que nos rechaza, dos ojos rojos lloran lágrimas de carcajada. Recordamos y vemos en esos ojos la misma hipocresía que nos pidió perdón de rodillas cuando quemábamos autos y pateábamos tachos de basura.

Bajamos la cabeza, y somos tan infelices que se nos ocurre pensar que es culpa nuestra. Recordamos todas las veces que llegamos tarde porque se atrasó el barril, todas las veces que no terminamos esos putos informes a tiempo o aquel día cuando miramos a los ojos a un gerente. Los justificamos con esas fantasías al olvidar que nunca tuvimos el control, nunca fuimos parte de ninguna consideración. Engrosamos números negativos, aparecemos en las noticias y tenemos que salir a robar para alimentar a nuestros ocho hijos. Nos persiguen, nos muelen a palos y nos meten presos. Nos cobran multas y nos embargan la casa. Nuestras esposas se van con el mismo gerente que nos rajó al carajo.

¿Tenemos alguna elección? ¿Podemos cambiar el mundo cuando no tenemos ni una moneda para volver a casa? ¿Está en nuestras manos hacer que nuestra vida sea mejor? ¿O tenemos que creer, por el contrario, que la única que nos queda es ser la puta de un forro que se pasa la vida jugando al golf, fumándose medio selva amazónica y montándose a todas las bailarinas de Sábado Bus? ¿Dejar que nos rompan el orto una y otra vez a cambio del pancho y la coca?


Este mundo es un lugar de puta madre...

pero sólo para algunos.


Pongo en sus manos, amables amigos, la decisión final.



"A veces uno no es dueño de sus actos, pero mientras no lleve una mancha en su conciencia es libre de andar."

(colaboración de Mariano Sola)

No hay comentarios:

Publicar un comentario