martes, 28 de febrero de 2012

Los culpables, los responsables y nosotros.


Hace un rato salieron las hordas a destruir la estación de Once. El catalizador fue la noticia de que dos días después del desastre se encontró un cadaver más en los escombros. Considerando que en la Argentina se prenden fuego trenes como mecanismo habitual de queja cuando hay una demora en el servicio, la reacción en este caso no parece desmedida. Si quienes comenzaron los desmanes fueron los afectados por el accidente, lo mínimo que podemos hacer es entenderlos y disculparlos. Si existe quien pretenda disculpar los intentos de incendiar la legislatura porteña por una disputa sobre una legislación en el ámbito de la educación, bien podemos nosotros darnos el lujo de disculpar a los ciudadanos indignados por la muerte de sus seres queridos, que descargan su ira como pueden.

Sin embargo, desde afuera, cómodos en nuestros sillones y por lo tanto desafectados emocionalmente, podemos plantearnos quiénes son los culpables y los responsables de esta tragedia.

Dejemos un par de cosas en claro. "Culpabilidad" y "responsabilidad" no son la misma cosa. Dejando de lado definiciones leguleyas, un culpable es alguien a quien se halla responsable por un accionar indebido en forma deliberada o negligente, mientras que responsable es aquel que, por la tarea que desarrolla, se acepta depositario de las consecuencias de un hecho inesperado. En la culpabilidad, lo importante es el carácter deliberado o negligente de la acción - o la falta de ella; en la responsabilidad, la aceptación de hacerse cargo por las consecuencias de ciertas cosas. Se puede ser responsable sin ser culpable; todo culpable es, a la vez, responsable. Entiendo que la ley penal existe para dejar establecidos los criterios por los que el sistema judicial diferencia entre culpables, responsables e inocentes. Todo aquel no encontrado culpable o responsable es, por definición, inocente. No se debería considerar a nadie culpable o responsable antes de probarlo fehacientemente.

Cuando ocurre una tragedia como la de Once el 22 de febrero, el primer impulso es salir a buscar al culpable para lincharlo. Para esa búsqueda no se aplica ningún tipo de criterio común más que lo que cada uno entienda por ética y moral. En esos momentos, para nosotros queda suspendido aquello que diga la ley. Esto es entendible. En un caso como éste, cada uno de nosotros identificará al culpable según sus propias métricas. Algunos lo hallarán en el conductor que, habiendo visto que los frenos no funcionaban correctamente, se sometió a seguir adelante porque necesitaba su trabajo. Otros, en aquellos que le indicaron que no le llevara el apunte al desperfecto. Unos, en los dueños de la empresa concesionaria por propiciar un descontrol tal donde esa desidia fuera común. Otros, en los funcionarios que permitieron a la empresa lucrar sin controlar que el servicio cumpliera con las normas básicas de seguridad. No pocos, en los gobernantes que dieron un puesto a esos funcionaros y jamás se preocuparon por verificar que cumplieran con su tarea.

Por otro lado, la justicia hará peritajes, recabará testimonios, interrogará imputados y sacará conclusiones sobre quién o quienes tienen culpa o responsabilidad. Un juez contrastará esas conclusiones con la legislación vigente, y decidirá sobre la veracidad de las acusaciones. Esto llevará meses - si no años, como en el caso del accidente de LAPA.

Mi opinión es que no podemos seguir saliendo a pedir la cabeza del primero que tengamos a mano. No estoy convencido de que el camino correcto sea pedir la renuncia inmediata de Cristina por el accidente de Once; como tampoco lo fue pedir la renuncia de Macri tras derrumbarse un edificio, o la de Ibarra cuando se incendió Cromagnón. ¿Por qué? Porque son responsables (tener el cargo que tienen o tuvieron los hace), pero no culpables. Y las responsabilidades no son absolutas ni pueden serlo; deben existir grados de responsabilidad. El presidente de un país no se puede hacer el harakiri por cada accidente de tránsito.

Lo que sí podemos hacer, lo que debemos hacer si pretendemos ser ciudadanos comprometidos y no meros habitantes cuya única acción civil es votar cada tanto, es exigir que el sistema judicial se active para encontrar a los culpables y les aplique la sanción que les corresponda, y que los responsables que identifiquen como tales cuando les toca el turno. No puede ser que cada vez que pasa algo así, aquel a quien pusimos en un cargo para que, justamente, asuma una responsabilidad, pretenda desligarse de ella, ignorarla, no rendir cuentas por la misma o peor aún, pasarle la mochila a algún perejil.

Este caso del tren de Once es doblemente grave, como lo fue el derrumbe del edificio en la CABA, por el simple hecho de que, en ambos casos, meses antes habían ocurrido accidentes similares. Habrá distintos culpables en cada caso, pero la responsabilidad de los funcionarios y gobernantes (que no cambiaron entre uno y otro accidente) se incrementa en forma notoria. ¿Por qué? Porque los ciudadanos nos hemos quedado con la certeza de que el primer accidente no generó ningún tipo de reacción importante. Hay discursos, llantos, declaraciones, y otras tretas dialécticas para pasar el mal momento, y después que siga la fiesta como antes. Y ahora toca el segundo - o tercero, o enésimo - y estamos convencidos de que nada cambiará jamás. Sabemos que se va a tirar un chivo expiatorio para que devoren las fieras, y todo seguirá igual.

Y es por eso que la gente quiere incendiar la estación de Once. Porque la sensación de que nada cambiará les causa impotencia, y la impotencia consuetudinaria los lleva a la furia. A falta de alguien que se responsabilice, se toman la atribución de buscar a ese responsable y ajusticiarlo en forma expedita.

Repito: esto es entendible, pero ya no puede pasar. Y no es la única cosa que ya no puede pasar.

La política es un juego perverso. Se puede jugar al truco sin mentir, pero gana el que miente mejor. De la misma forma, se puede hacer política desde la honestidad, pero para "ganar" el juego de la política parece ser necesario caer, en algún momento, en la mentira y el engaño. Y una vez que un político toma un cargo público, parte de la clave de su éxito parece consistir en la habilidad que tenga para exagerar sus logros, al tiempo que minimiza o elude sus desaciertos. Cuando hablamos de "asumir el costo político" de algo, nos referimos a asumir las responsabilidades inherentes al puesto que se ocupe, aunque eso implique perder una parte del apoyo de la ciudadanía. Nadie quiere asumir esas responsabilidades, y la política consiste en acusar a los demás de no querer hacerlo. Entonces, los que ahora están en el ojo de la tormenta pretenden explicarnos que en realidad la culpa fue de otros, y los que están del lado de afuera tratan de endilgarle a los primeros toda la culpa posible. Pasado mañana, cuando se caiga otro árbol en CABA y mate a otra nena, veremos cómo se invierte el juego: los que antes pedían no politizar y analizar sin odio, usarán todo el odio disponible para politizar; los que hoy reclaman linchamientos simbólicos, pedirán que no apresurarse para sacar conclusiones.

Se plantea hoy una discusión adicional, que excede la búsqueda de los culpables del accidente en Once, y es la de identificar quienes son responsables por haber facilitado que se estableciera un ámbito en el que ese accidente pudiera tener lugar. Un primer paso importante es aceptar que estas discusiones son importantes y necesarias; máxime en un país como el nuestro, tan propenso al abuso de autoridad y la corrupción. Pero como todo problema complejo, no tendrá una única causa; será la intersección de múltiples factores lo que terminará explicando por qué es posible que un circule un tren sin frenos.

¿Qué estoy diciendo, entonces? Que si bien no se puede pedir inmediatamente que toda la estructura gubernamental se venga abajo cada vez que hay un accidente, tampoco se puede pretender que la búsqueda de explicaciones culmine en la culpabilidad puntual de cada accidente sin hacer análisis más generales. Con la búsqueda de culpables, sancionamos a quienes hayan causado directamente el accidente; con el análisis general, tratamos de evitar que se produzcan otros.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

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