miércoles, 3 de abril de 2013

Agua

Hace poco más de un año, con bastante poco tacto dije que ya estaba, que la macana estaba hecha; que los muertos - 52 en total - ya estaban muertos. La ocasión era la tragedia de Once. ¿Por qué lo dije? ¿Porque lamenté poco esos muertos? ¿Porque creía que siendo la muerte irremediable, no tenía sentido redundar en análisis?

Lo dije por inocente. A pesar de mi acostumbrado pesimismo, siempre me queda esa pequeña cuota de esperanza. ¿A quién no le gusta verse gratamente sorprendido, contra todo pronóstico? ¿Quién no quisiera creer que, por una vez, las cosas van a funcionar cómo deben, y en el afán de ver esa esperanza satisfecha, tropieza con la ansiedad de pasar rápido las hojas del libro hasta el próximo capítulo?

Después de Cromañon creímos que, por fin, los desalmados iba a mirar los cadáveres carbonizados tirados en la calle, apilándose mientras sacaban más cadáveres de entre las llamas, e iban a pensar, a sentir "hasta acá llegamos". Lo que ocurrió fue que pusimos un altar, cerramos una calle, y nos quedamos pedaleando en el aire, discutiendo tecnicismos legales sobre el grado de responsabilidad moral y culpabilidad penal de un tipo que toca la guitarra.

Ocho años después, un tren nos recordó que no cambió nada. Acostumbrados a que el tren era lo que era, a que nadie lo iba a cambiar, seguimos pagando el boleto, subiéndonos a sus vagones, y dejándonos conducir de terminal a terminal. En una maléfica convergencia entre metáfora y literalidad, el tren chocó y  murieron 52 personas. Por segunda vez creímos que, por primera vez, los desalmados iban a pensar, a sentir "hasta acá llegamos". Pero sin darnos cuenta volvimos a quedar pedaleando en el aire, discutiendo sobre si la culpabilidad empezaba y terminaba en el maquinista o si, como una sabia podrida, circulaba hasta el tronco y sostén de ese árbol funesto. Un año más tarde, el mismo tren, en las mismas condiciones, sigue transportando a los sobrevivientes, y se sigue descarrilando a la salida de los talleres.

Hoy ya se ve el germen de lo que será nuestro olvido selectivo de mañana. Se hablará sobre si hubo o no hubo advertencias de órganos auditores que indicaran que había que hacer obras. Se dirá si el radar de Ezeiza funcionaba o no y, en caso de no funcionar, si eso hubiera ocurrido si los militares siguieran manejando el espacio aéreo. Si dirá si Macri, Scioli y Cristina deben quedarse de guardia 24x7x365 en caso de que, ocurrida una desgracia de magnitud, den una conferencia de prensa en forma inmediata. Se ponderará por qué se hacen algunas inversiones cuando otras hubieran evitado la desgracia. Se pedirán renuncias, se sacrificarán perejiles, se declararán lutos, se realizarán homenajes, se erigirán monumentos y se renombrarán calles. Me imagino incluso a personajes nefastos como Lubertino pidiendo prisión para meteorólogos que no anuncien tragedias en tiempo y forma.

Imagino tapas de Página/12 ponderando la inutilidad de Macri. Imagino titulares de Clarín viendo por dónde le pueden meter el puñal a Cristina. Veo en este mismo instante a los legionarios de 678 pasando, con sorna, un audio donde Rial (famoso, pero un don nadie al fin) le dice a Macri que no puede tomarse vacaciones. Veo en Canal 26 cómo pasan, una y otra vez, un video de Cristina explicando a los inundados que a ella también se le inundó la casa cuando era chica. Como si alguno de los dos dirigentes necesitara que un medio amigo o enemigo nos señale sus virtudes o falencias con una flecha luminosa.

Auguro que en dos meses vamos a estar, por tercera vez, braceando en la nada. Discutiendo si el problema es que uno es radical, liberal, neoliberal, peronista de Perón, peronista de Néstor, peronista de Cristina, trotskista, comunista de Fidel, comunista del Che, socialista o narcosocialista. Revolviendo cajas humedecidas, cajones enmohecidos y videotecas antiquísimas para detectar en qué comentario cierta persona se contradijo con qué otro comentario. Haremos gala de las frases célebres más ordinarias para expresar nuestra "solidaridad con las víctimas", reclamar la "presencia del Estado", denunciar "políticas poco inclusivas", gritar que "la corrupción mata", escandalizarse por la "falta de previsión", exigir "determinación de responsables y culpables". Clamaremos por que la justicia se expida. Se pedirá que ruede alguna cabeza; alguna, no importa mucho cuál. Tendremos esos gestos inútiles como poner  una cintita negra en el avatar de nuestras redes sociales.

Pero pasarán los días, las semanas y los meses. Para todos excepto para las víctimas directas, pronto los cadáveres y nuestra memoria de ellos se enfriará. Volveremos a preguntarnos - indefectible, tragicómica y  horriblemente - si conviene poner lo que sobró del sueldo en un plazo fijo, o aprovechar la promoción de Coto para cambiar el LCD por un LED. Volveremos a quejarnos porque no podemos comprar dólares, y a creer que el drama del país es un vecino que quiere comprar dólares. No podremos evitar comprar pantalones de $800 y quejarnos por los precios de los pantalones. Iremos al bar a quejarnos de cuánto pagamos de ABL mientras saboreamos una cerveza que cuesta medio ABL. No cejaremos en nuestra queja por el precio de los servicios públicos, al tiempo que reclamamos mejores servicios. Caeremos por enésima vez en el abismo de pedir que alguien, alguien, se haga cargo, pero que primero alguien, la misma persona u otra, decida qué es aquello por lo que falta quien se hace cargo.

Del "que se vayan todos" no queda nada. Y durante los últimos diez años venimos escuchando que está bien que ya no queda nada, porque de las cenizas de ese grito desesperado nació una nueva política, joven, pujante y comprometida. Pero cuando se atenúa el brillo de esa promesa vacía, vemos que todo sigue exactamente igual.

Me reservo, para mi fuero interno, para alimentarlo y nutrirlo hasta que sea certeza, mi diagnóstico sobre por qué pasa esto que nos pasa.

En la Ciudad de Buenos Aires hubo 5 muertos. En La Plata, 48. Cómo puede morirse en el siglo XXI una sola persona por una lluvia, no me entra en la cabeza. No minimizo la magnitud del temporal. No digo "garúa y nos ahogamos". Pero no estamos hablando de un tsunami, de un terremoto, de un meteorito, de un ataque terrorista. Estamos hablando de inundanciones en los dos centros urbanos más importantes del país. Inesperadas, sí. Que batieron récords, sí. Pero inundaciones al fin, que ocurrieron allí justamente donde abundan los recursos como para asegurarse de que no muera nadie por un evento como ese.

Les recuerdo que esos recursos, ese dinero que surge de presupuestos que se conforman con el cobro de  impuestos a las mismas personas que luego se mueren en los desastres, se dedican a disparates como Fútbol para Todos, la pelotudez de los decodificadores de Televisión Abierta Digital, el bodrio de las playas secas en el norte de la Ciudad, la estupidez injustificable de contratar al staff de Baywatch y a Emilio Disi para publicitar la playa, en inentendibles subsidios a la Iglesia Católica.

No soy la vela más brillante del candelabro, ni la pluma más hábil del cono sur. Pero si leíste acá, amigo lector, y te acordaste de que existe ese adefesio presupuestario que es Fútbol para Todos, y habiéndolo apoyado antes, no se te estrujó - un poco al menos - el corazón, sólo puedo concluir que he fallado en transmitir el mensaje, o que existe una brecha tal entre tu forma de interpretar el mundo y la mía, que esa transmisión es imposible.

Como es mi costumbre, revisando poco y nada lo escrito, los dejo hasta la próxima.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

martes, 28 de febrero de 2012

Los culpables, los responsables y nosotros.


Hace un rato salieron las hordas a destruir la estación de Once. El catalizador fue la noticia de que dos días después del desastre se encontró un cadaver más en los escombros. Considerando que en la Argentina se prenden fuego trenes como mecanismo habitual de queja cuando hay una demora en el servicio, la reacción en este caso no parece desmedida. Si quienes comenzaron los desmanes fueron los afectados por el accidente, lo mínimo que podemos hacer es entenderlos y disculparlos. Si existe quien pretenda disculpar los intentos de incendiar la legislatura porteña por una disputa sobre una legislación en el ámbito de la educación, bien podemos nosotros darnos el lujo de disculpar a los ciudadanos indignados por la muerte de sus seres queridos, que descargan su ira como pueden.

Sin embargo, desde afuera, cómodos en nuestros sillones y por lo tanto desafectados emocionalmente, podemos plantearnos quiénes son los culpables y los responsables de esta tragedia.

Dejemos un par de cosas en claro. "Culpabilidad" y "responsabilidad" no son la misma cosa. Dejando de lado definiciones leguleyas, un culpable es alguien a quien se halla responsable por un accionar indebido en forma deliberada o negligente, mientras que responsable es aquel que, por la tarea que desarrolla, se acepta depositario de las consecuencias de un hecho inesperado. En la culpabilidad, lo importante es el carácter deliberado o negligente de la acción - o la falta de ella; en la responsabilidad, la aceptación de hacerse cargo por las consecuencias de ciertas cosas. Se puede ser responsable sin ser culpable; todo culpable es, a la vez, responsable. Entiendo que la ley penal existe para dejar establecidos los criterios por los que el sistema judicial diferencia entre culpables, responsables e inocentes. Todo aquel no encontrado culpable o responsable es, por definición, inocente. No se debería considerar a nadie culpable o responsable antes de probarlo fehacientemente.

Cuando ocurre una tragedia como la de Once el 22 de febrero, el primer impulso es salir a buscar al culpable para lincharlo. Para esa búsqueda no se aplica ningún tipo de criterio común más que lo que cada uno entienda por ética y moral. En esos momentos, para nosotros queda suspendido aquello que diga la ley. Esto es entendible. En un caso como éste, cada uno de nosotros identificará al culpable según sus propias métricas. Algunos lo hallarán en el conductor que, habiendo visto que los frenos no funcionaban correctamente, se sometió a seguir adelante porque necesitaba su trabajo. Otros, en aquellos que le indicaron que no le llevara el apunte al desperfecto. Unos, en los dueños de la empresa concesionaria por propiciar un descontrol tal donde esa desidia fuera común. Otros, en los funcionarios que permitieron a la empresa lucrar sin controlar que el servicio cumpliera con las normas básicas de seguridad. No pocos, en los gobernantes que dieron un puesto a esos funcionaros y jamás se preocuparon por verificar que cumplieran con su tarea.

Por otro lado, la justicia hará peritajes, recabará testimonios, interrogará imputados y sacará conclusiones sobre quién o quienes tienen culpa o responsabilidad. Un juez contrastará esas conclusiones con la legislación vigente, y decidirá sobre la veracidad de las acusaciones. Esto llevará meses - si no años, como en el caso del accidente de LAPA.

Mi opinión es que no podemos seguir saliendo a pedir la cabeza del primero que tengamos a mano. No estoy convencido de que el camino correcto sea pedir la renuncia inmediata de Cristina por el accidente de Once; como tampoco lo fue pedir la renuncia de Macri tras derrumbarse un edificio, o la de Ibarra cuando se incendió Cromagnón. ¿Por qué? Porque son responsables (tener el cargo que tienen o tuvieron los hace), pero no culpables. Y las responsabilidades no son absolutas ni pueden serlo; deben existir grados de responsabilidad. El presidente de un país no se puede hacer el harakiri por cada accidente de tránsito.

Lo que sí podemos hacer, lo que debemos hacer si pretendemos ser ciudadanos comprometidos y no meros habitantes cuya única acción civil es votar cada tanto, es exigir que el sistema judicial se active para encontrar a los culpables y les aplique la sanción que les corresponda, y que los responsables que identifiquen como tales cuando les toca el turno. No puede ser que cada vez que pasa algo así, aquel a quien pusimos en un cargo para que, justamente, asuma una responsabilidad, pretenda desligarse de ella, ignorarla, no rendir cuentas por la misma o peor aún, pasarle la mochila a algún perejil.

Este caso del tren de Once es doblemente grave, como lo fue el derrumbe del edificio en la CABA, por el simple hecho de que, en ambos casos, meses antes habían ocurrido accidentes similares. Habrá distintos culpables en cada caso, pero la responsabilidad de los funcionarios y gobernantes (que no cambiaron entre uno y otro accidente) se incrementa en forma notoria. ¿Por qué? Porque los ciudadanos nos hemos quedado con la certeza de que el primer accidente no generó ningún tipo de reacción importante. Hay discursos, llantos, declaraciones, y otras tretas dialécticas para pasar el mal momento, y después que siga la fiesta como antes. Y ahora toca el segundo - o tercero, o enésimo - y estamos convencidos de que nada cambiará jamás. Sabemos que se va a tirar un chivo expiatorio para que devoren las fieras, y todo seguirá igual.

Y es por eso que la gente quiere incendiar la estación de Once. Porque la sensación de que nada cambiará les causa impotencia, y la impotencia consuetudinaria los lleva a la furia. A falta de alguien que se responsabilice, se toman la atribución de buscar a ese responsable y ajusticiarlo en forma expedita.

Repito: esto es entendible, pero ya no puede pasar. Y no es la única cosa que ya no puede pasar.

La política es un juego perverso. Se puede jugar al truco sin mentir, pero gana el que miente mejor. De la misma forma, se puede hacer política desde la honestidad, pero para "ganar" el juego de la política parece ser necesario caer, en algún momento, en la mentira y el engaño. Y una vez que un político toma un cargo público, parte de la clave de su éxito parece consistir en la habilidad que tenga para exagerar sus logros, al tiempo que minimiza o elude sus desaciertos. Cuando hablamos de "asumir el costo político" de algo, nos referimos a asumir las responsabilidades inherentes al puesto que se ocupe, aunque eso implique perder una parte del apoyo de la ciudadanía. Nadie quiere asumir esas responsabilidades, y la política consiste en acusar a los demás de no querer hacerlo. Entonces, los que ahora están en el ojo de la tormenta pretenden explicarnos que en realidad la culpa fue de otros, y los que están del lado de afuera tratan de endilgarle a los primeros toda la culpa posible. Pasado mañana, cuando se caiga otro árbol en CABA y mate a otra nena, veremos cómo se invierte el juego: los que antes pedían no politizar y analizar sin odio, usarán todo el odio disponible para politizar; los que hoy reclaman linchamientos simbólicos, pedirán que no apresurarse para sacar conclusiones.

Se plantea hoy una discusión adicional, que excede la búsqueda de los culpables del accidente en Once, y es la de identificar quienes son responsables por haber facilitado que se estableciera un ámbito en el que ese accidente pudiera tener lugar. Un primer paso importante es aceptar que estas discusiones son importantes y necesarias; máxime en un país como el nuestro, tan propenso al abuso de autoridad y la corrupción. Pero como todo problema complejo, no tendrá una única causa; será la intersección de múltiples factores lo que terminará explicando por qué es posible que un circule un tren sin frenos.

¿Qué estoy diciendo, entonces? Que si bien no se puede pedir inmediatamente que toda la estructura gubernamental se venga abajo cada vez que hay un accidente, tampoco se puede pretender que la búsqueda de explicaciones culmine en la culpabilidad puntual de cada accidente sin hacer análisis más generales. Con la búsqueda de culpables, sancionamos a quienes hayan causado directamente el accidente; con el análisis general, tratamos de evitar que se produzcan otros.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

jueves, 23 de febrero de 2012

Doblepensares contemporáneos

Ya está, la macana está hecha. El tren se la puso y los muertos, muertos están. Los únicos que pueden hacer algo ahora para que no sea peor la situación, son los médicos que están atendiendo a lo heridos.

Aquellos que para mantenernos nos dedicamos a actividades mundanas, vivimos en general adormecidos respecto a muchas falencias de la sociedad o sus conductores designados, hasta que pasa algo como la tragedia de ayer en la estación de Once. Cuando nos despertamos sobresaltados, y antes de volver a dormirnos, intentamos expresar conclusiones e indignaciones, pero sólo conseguimos limpiarnos la chorreadura de baba y balbucear recuerdos borrosos de nuestras orgías oníricas.

Reconozco que sufro de una notable tendencia al fastidio. Sin embargo, últimamente me siento bastante harto de varias cosas que entiendo deberían afectar a cualquier persona; ya sea un dormilón de la realidad, un militante lobotomizado o un ciudadano interesado por un poco más que el metro cuadrado que lo rodea.

Estoy harto de los discursos de políticos que nos describen con malabares retóricos una realidad ficticia y un futuro utópico, para mantenernos encandilados hasta el próximo sufragio, que nos insisten que no les miremos el dedo cuando nos señalan una luna de fantasía, al tiempo que planean usar ese dedo para mojarnos la oreja; de las fingidas declamaciones grandilocuentes por el sacrificio personal y las lágrimas derramadas por los desposeídos y despojados, cuando sólo buscan acopiar para sus propias arcas; de los oportunismos baratos para robar medio dígito del padrón electoral dentro de cuatro años. Todo esto me viene hartando en forma continua desde hace varios años. Pero mi hartazgo siempre tuvo la sana costumbre de verse dirigido hacia personajes lejanos: políticos repulsivos, periodistas carroñeros, opinólogos profesionales.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, me veo superado por una nueva clase de mediocridad: la del ciudadano común. No hay redundancia en esto, dado que todos deberíamos aspirar a que el común de la ciudadanía no sea mediocre, sino excelsa, y en continua mejoría.

Esta mediocridad se empezó a ver desde que esos ciudadanos comunes (por ejemplo, vos y yo, amigo lector) tuvimos acceso a medios masivos de comunicación. A uno en particular: la gloriosa Internet. Lo que debería ser el canal más equitativo para poner en práctica la libertad de expresión que tanto pregonamos, se convirtió en un museo de mezquindades; en un fiel y perenne registro de nuestra falta de coherencia, nuestra pobre rigurosidad de pensamiento, y nuestras torpezas más evidentes. Siempre tuvimos estos defectos, pero ahora se exhiben con más claridad.

Veo con alarma cómo las personas se afanan en defender cualquier tipo de argumento bizantino, cuando ese argumento lo abraza el partido político amigo; y veo con horror cómo, cuando el mismo argumento es defendido por el partido contrario, pasan sin ruborizarse a defenestrarlo. Esta oscilación a cara de piedra entre un argumento y su contra, entre una idea y la opuesta, es una característica reconocida en políticos y diplomáticos. Pero nunca creí que iba a identificarla tan notoriamente en mis conciudadanos.

Los ejemplos son múltiples, para quien pretenda no saber de qué hablo.

Pedir que rajen a patadas a quien corta una avenida cuando le molesta para llegar a tiempo al cine, pero escandalizarse cuando se desaloja una ruta en el norte del país; conversamente, (noten la curiosa bidireccionalidad de la incoherencia) enarbolar la loable bandera de la no-criminalización de la protesta social cuando el piquete es en contra de un enemigo, pero justificar la represión cuando el objeto de la protesta es un camarada.

Exigir la horca para Macri y declamar las maldades de la derecha cuando se cae un edificio, pero pedir que no se politice la tragedia cuando un tren desbocado, cuya responsabilidad es del gobierno nacional, mata a cincuenta personas de un saque. En el otro bando, pedir que renuncie Cristina, que se quemen los huesos de Néstor y que entierren en un fosa común a los miembros de La Cámpora cuando hay una tragedia en el ámbito nacional, pero hacerse el otario cuando la desidia del gobierno de la ciudad descuida los árboles y una rama caída mata a una nena.

Machacar día y noche durante años con la causa de escuchas de Macri, pero indignarse cuando alguien sugiere que es una porquería que Gendarmería lleve un registro con datos sobre manifestantes. Desde la otra vereda, argumentar que la causa de las escuchas fue armada por el aparato político del kirchnerismo para ensuciar la imagen de aquel que - se presume - puede hacerles sombra en una elección, y declamar el retorno de la dictadura y el fascismo cuando una fuerza pública hace inteligencia.

Exigir que los productores del campo repartan sus beneficios en épocas de buenaventuranza, e invitarlos a que se jodan cuando la sequía amenaza con dejarlos en la ruina. Desde la otra tribuna, llorar que el estado se roba la renta bienhabida de la gente del campo a través del cobro de impuestos excesivos cuando esa renta es alta, y derramar lágrimas de cocodrilo porque el estado no ofrece ayuda (que surge de la renta bienhabida de otras áreas productivas) cuando la lluvia se niega a caer.

Perder la voz gritando que finalmente se ve la verdad detrás de la mentira cuando se suben las tarifas de servicios subvencionados por el gobierno nacional, al tiempo que se justifican las suba de ABL en la CABA explicando que es un sinceramiento largamente postergado. Desde el otro lado de la urna, desgañitarse en apologías de rebelión ciudadana cuando el gobierno de la CABA aumenta el subte, pero defender a capa y espada los aumentos en las tarifas de la electricidad y el gas vendiendo el panfleto humedecido de la justicia social y la repartija para los que menos tienen.

Tuve la descorazonadora epifanía de que esta bipolaridad del raciocionio no es un fenómeno nuevo, sino que recién ahora se expresa en público. No pretendo desconocer que las personas cometen errores; que en muchos casos aprenden sobre la marcha, y que la experiencia les enseña sobre los errores cometidos pasado. No es eso lo que ocurre. Se ve una total indiferencia por declararse en un error y corregirse; ya que equivocarse y mejorar se considera una atribución de débiles, tibios y relativistas.

Identifico causas bien distintas pero igualmente deplorables.

En primer lugar veo que existe una total falta de escrúpulos al momento de opinar. Que la simpleza de los métodos para expresarse en público, y una exagerada noción de la propia valía, favorecen la liviandad del pensamiento: es más importante opinar rápido, para no quedarse fuera del tema del momento, que opinar más tarde pero habiendo pensado con mayor detenimiento. No existe mediación entre el primer impulso del cerebro y la exteriorización de ese impulso. La inmediatez del medio atenta contra la calidad del contenido.

En segundo lugar, veo una clarisima ambiguedad entre dos extremos. En un extremo del espectro, una inentendible necesidad de elegir un único partido político, una única idelogía, una única forma de interpretar la realidad, y que esa elección no sea modificada nunca jamás. En el otro extremo, una total prostitución de esa misma elección. Veo que quienes parecen más expertos en las negras artes de la política y la diplomacia se mueven más cómodos en este último extremo, mientras que los más primerizos o ingenuos creen fervientemente que el primero es el verdadero. Ambas cosas fuerzan a quien las sufre, tarde o temprano, a defender una idea que en algún momento criticó o atacar otra que antes hacía suya.

Me resisto a creer que el ser humano debe declararse imposibilitado de resolver este problema. Sé que yo lo he sufrido y lo sufro de tanto en tanto, e intento de resolverlo. Pero no veo ni la menor preocupación o intención de resolverlo por parte de mis conciudadanos.

Ayer una tragedia nubló los titulares, y fue inmediata la reacción de todos los doblepensadores. En una esquina, los que pedían el fusilamiento sumario de toda la cadena de responsabilidades, desde el maquinista que seguramente estaba borracho o era un inoperante, pasando por el ministro de transporte por corrupto y llegando a la Presidenta por darle lugar tácita o explícitamente a la tragedia. En la otra, la de los relativizadores que se afanaron en explicar que un accidente es tal justamente porque no se puede evitar, que no hay que politizar la tragedia, y que los medios son corresponsables por focalizar su atención en este hecho lamentable.

Los dejo con un certero y contundente concepto que nos legó nuestro amigo George Orwell:

"Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Ésta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar."

A ver si de a poco conseguimos dejar de lado los vacíos criterios de lealtad partidaria y dogmatismo militante, y pasamos a defender ideas que creamos correctas o condenar las que nos parezcan erróneas, no por quién las enuncie, sino después de haberlas analizado con honestidad y rigurosidad.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.


lunes, 16 de mayo de 2011

Las medias negras

Una de las tareas más importantes y díficiles que tienen a su cargo nuestros padres cuando nos crían es la de protegernos de los peligros de este mundo. Un aspecto de esta protección es prepararnos para, algún día, enfrentarlos solos. Intentan advertirnos sobre los potenciales horrores que se esconden tras cada esquina, al tiempo que nosotros insistimos en que hemos nacido sabiendo todo lo que hace falta para subsistir. Esta creencia falaz se fortalece a medida que crecemos. Llegamos entonces a la edad adulta con un conjunto de herramientas más o menos precarios para librar la diaria batalla que es permanecer vivos.

Existe, sin embargo, un espanto tan atroz que escapa a toda capacidad imaginativa. Nadie puede prevenirnos. Nuestros padres, maestros, amigos y consejeros han decidido ocultarlo tras un infranqueable velo de silencio, tal es el terror que les causa. No hay calamidad más desgarradora, no hay sorpresa más inquietante, no se concibe un horror que subyugue con más fueza al alma del hombre sensible.

Lo sé porque lo he vivido, amigos. Hoy - en una elongación del coraje que me atrevo a calificar de hercúlea - vengo a advertirles.

Cuando uno carece de lavarropas (ese artefacto mágico y tembloroso cuya practicidad y necesidad rivalizan con la del corazón) no le queda otra más que contratar los servicios de un lavadero. De más está decir que desde que me mudé tuve que avenirme a este tipo de locación de servicios. Llenar la bolsa de ropa para lavar no es tarea que pueda disputarle el podio a las más placenteras de la vida. Quizás algún fetichista de las suciedades corporales esté en desacuerdo conmigo, pero sé que cuento con el tácito asentimiento del resto de los mortales. Por lo tanto, trasladar la ropa del cesto donde descansa hasta que me digno rescatarla y embolsarla es algo que hago en forma expedita, sin dedicarle demasiada atención. Siempre me queda, entonces, un margen de incertidumbre respecto al contenido exacto de la bolsa. Este dato es fundamental.

Concurrí hace poco a un lavadero. Mi bolsa iba llena no sólo de ropa sucia, sino también de esperanza. La esperanza de que al día siguiente, al abrirla, me encontraría exactamente con lo había puesto el día anterior: mis remeras, mis pantalones, mis pares de medias (la palabra "pares" también es fundamental). Entregué la bolsa al caballero de rasgos orientales que se afana día a día separando la ropa de color de la ropa blanca, y me fui contento. A otra cosa mariposa. La vida rueda y rueda, en perfecta sintonía metafórica con el tambor del lavarropas.

Al día siguiente, concluida la acostumbrada y agotadora jornada laboral, hice un truece inconcebible: entregué un ticket y me dieron tres bolsas con ropa limpia. Minutos más tarde, habiendo llegado ya a mi casa (ese reducto último que nos esconde de todo el dolor del mundo, toda agresión a los sentidos, toda caradurez ajena y todo peligro), una última tarea me esperaba antes de sumergirme en una ola fresca de descanso: acomodar la ropa. Y en eso estaba, silbando con soltura, pensando qué iba a preparar para la cena, cuando ocurrió lo impensable.

Harto de tener que revolver el cajón de medias para encontrar cuál media va con cuál antes de vestirme, supuse que una estrategia más eficiente era guardarlas ya acomodadas. Inflado mi ego ante tamaña evidencia de mis dotes de estratega, comencé a poner las medias una al lado de la otra, para encontrar paulatinamente los pares. Y entonces, ¡horror! ¡Espanto de la vida! Ninguna - ¡ninguna! - de las medias tenía pareja. ¡Todas las medias eran distintas entre sí! Sutiles diferencias, por supuesto, sólo visibles al ojo entrenado. Dos medias negras aparentemente iguales, por ejemplo, se revelaron completamente diferentes al examinar con detenimiento el patrón de tejido de la tela. Aquellas dos medias azules (¡las había usado el día anterior, por todo lo que es bueno y sagrado en este mundo!) puestas bajo el microscopio, no tenían ninguna semejanza más que su color.

Con creciente desesperación volqué todo el cajón de medias sobre la cama y proseguí la investigación. Medias por aquí y por allá, colores sutilmente parecidos, texturas similares pero evidentemente distintas, tamaños coincidentes pero terminaciones sin combinación. Aproximadamente la mitad de mis medias podían organizarse en pares. El resto, amotinadas, resistían todo apareamiento.

Durante un minuto miré con detenimiento la pequeña montaña de medias rebeldes. El corazón acelerado, sudor frío en la frente, una pregunta pavorosa me aquejaba: ¿dónde están las otras medias? Camaradas, nadie puede prepararte para este momento de incertidumbre.

Has vivido toda tu vida con un número finito de medias. "Tus" medias. Nadie tiene más poder sobre ellas que vos. Acompañan tus pasos día tras día, abrigándote en invierno, protegiendote de esas zapatillas viejas que no querés tirar. En tu fuero interno (aunque nunca lo vas a confesar en una mesa de amigos) sabés qué medias combinan con qué pantalón. Antes de abrir el cajón sabés, simplemente sabés, cuántos pares de medias hay. Tan certero es este conocimiento, que no hablás de "medias" sueltas, individuales, solitarias y taciturnas. Hablás de "pares de medias". Un dueto que considerás inseparable, una unidad irreductible, el átomo conceptual último.

Y un buen día, te das cuenta que has vivido una mentira. Tus pares de medias no son tales. Son asociaciones criminales de medias desparejas. ¿Dónde está el horror, se preguntarán? En el súbito conocimiento de que, durante quién sabe cuánto tiempo, has vestido - como quien no quiere la cosa - una media de cada tipo. ¡Y peor aún! ¿Dónde están las otras mitades del par? ¿Quién las calza? ¿Alguien te ha jugado una mala pasada, y te robó las medias que faltan? ¿O son dos las víctimas de la picardía, y cada víctima anda por la vida con una media propia y otra ajena? ¿Has vivido toda tu vida con las medias entremezcladas?

Me imagino caminando una tarde de domingo por San Telmo y entrever, por casualidad, en un tobillo ajeno alguna de las medias que me falta... ¡o al dueño de alguna de las que me sobran! O quizás una tarde, al regresar del lavadero, vea que nuevamente todas mis medias tienen a su compañera exacta. ¿Dónde estuvieron todo el tiempo que les perdí el rastro? ¿Vivieron un imposible viaje épico, que comenzó en mi cajón, y las llevó a cajones desconocidos, uno tras otro, hasta que por ventura regresaron al mío?

El hombre aterrado proyecta sus temores hasta el último límite imaginable. Presa de ese postulado, me pregunto: ¿es posible que ninguna de las medias que hoy están en mi cajón sean mías? ¿Que una a una, en un período de tiempo medido en años y sin que yo lo note, hayan sido reemplazadas por otras medias muy similares, hasta que todas ellas fueran las medias de otro?

Hoy, puedo decir con alivio que estoy recuperado. El susto inicial ya pasó. Relato esto desde una prudencial distancia temporal y emocional. Sin embargo, cada vez que abro el cajón, mi corazón se saltea un latido. He tomado la costumbre de prestar una especial atención a detectar las medias prófugas, pero más aún a las medias polizonas que tal vez, con disimulo y sin atropello, se cuelen en mi ropero.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

miércoles, 14 de julio de 2010

Intolerancia e indignación

Hoy leí dos cosas en los diarios. Primero, que hubo una marcha contra el matrimonio entre homosexuales. Segundo, que lo que se está proponiendo como "unión civil" es una figura paralela al actual "matrimonio", con menos derechos. Me indigné, y he aquí la reflexión correspondiente.

Este tema me agota. Me agota por la intolerancia, la estupidez, la falta de educación, el oscurantismo y la poca de capacidad de análisis que revela en un sector de la población. Pero se hace menester insistir. Insistir hasta que quede claro y aunque algunos nunca puedan entender. Insistir como sea, cada uno desde donde pueda, porque el cansancio de los justos es la última línea de defensa de los imbéciles.

Señores que han considerado prudente unirse a la deplorable y retrógrada marcha contra el matrimonio gay, pretendiendo en el camino darle tintes "positivos", atribuyéndose el cargo de defensores de la niñez, la verdad, las virtudes y todo lo que es puro en esta planeta: dense cuenta de algunas cosas.

Hace algún tiempo se cometió el desliz de incluir en el texto del código civil la palabra "matrimonio". El error es entendible y hasta disculpable. Como ya hemos explicado, la relación entre la legislación y los usos y costumbres es estrecha, así como lo es - aunque cada vez menos - el vínculo entre religión y usos y costumbres. Se prestan términos, se transfieren conceptos. "Matrimonio" fue uno de ellos. Pero los usos y costumbres cambian. Hoy entendemos que la legislación debe estar - permítaseme la sutil elección de palabra - divorciada de la religión. No porque profesar una religión sea algo inherentemente malo, sino porque nuestra sociedad, que pretende ser inclusiva, igualitaria, tolerante, debe estar legislada con esos objetivos en mente, y no con las subjetividades de algunos.

Parte de ese "todos" son los homosexuales. Por mal que les pese, que cierren los ojos, que se tapen la cabeza con la sábana. Los homosexuales son tan habitantes, ciudadanos, trabajadores y por supuesto tan personas como ustedes mismos. Y también los habrá tan ignorantes, discriminadores, vagos y degenerados... nuevamente, como algunos de ustedes. Poco me importa si para algunos la homosexualidad es una aberración, una degeneración o un peligro para la moral. A mi me da igual la homosexualidad, me tiene sin cuidado. No me importa. A mi entender, es en sí misma un no-conflicto. Pero la única Argentina en la que quiero vivir es una Argentina que defienda mi derecho a ser como yo quiera ser, a la vez que defiende el derecho de mi vecino a ser como se le ocurra.

En varias cosas yerran sus criterios, señores.

Eligen no entender razones. Los ménos lúcidos de ustedes dicen: "esto ha de ser así porque así lo quiso Dios". Una cobardía. Un recurso desesperado. Un camino ya tan atravesado que aburre y no conduce sino a laberintos tristes. Les pido encarecidamente que piensen. Equivóquense si hace falta, tropiecen a cada rato. Pero que cada tropiezo sea en el camino de la verdad, no en el del orgullo ciego.

Cuando los forzamos a enfrentarse a las razones, pretenden que la siguiente comparación sea válida: "si tenemos que permitir cualquier cosa, ¡entonces tenemos que permitir la pedofilia!". Les imploro que dejen el cinismo. No se trata, señores, de permitir cualquier cosa. Se trata de permitir lo que es justo y a la vez impedir lo injusto. De ninguna manera es equivalente permitir el matrimonio entre homosexuales a fomentar la pedofilia. Asimilar esas dos ideas sería igual a decir "existen curas que han abusado de niños, por lo tanto vender estampitas de San Expedito es una atrocidad".

El no-problema de la etimología de la palabra "matrimonio" se resuelve cambiando esa palabra por otro término. Ojalá que así ocurra, para acallar de una buena vez cualquier reclamo patético. Y es por eso que el término "unión civil" (no así el contenido de la propuesta de ley que lleva ese nombre) es muchísimo más apropiado: porque lo único que vale la pena legislar son los derechos de las personas, no la forma que tenemos de referirnos a ellos.

Leí en los diarios de hoy el lema de la marcha contra el matrimonio gay. Dice así: "Los chicos tenemos derecho a una mamá y a un papá". Piensen, piensen un poco, por favor. Su lema es, cuando menos, débil. Tener esos chicos derecho a "una mamá y a un papá" no significa nada en el contexto de la ley de matrimonio gay. ¿O ustedes creen que a los chicos adoptados por una pareja de homosexuales van a ser concebidos por la Gracia del Espíritu Santo, o los va a traer la cigüeña? Madre y padre biológicos tienen, y van a tener(*). No es un derecho, señores, es un hecho inevitable de la condición de ser humano.

Pero quizás me confundo, y ustedes se referían a algo como esto: "Los chicos tenemos derecho a una familia." ¡Pues familia tendrán! Y pueden estar seguros de que no será peor que tantas otras familias que cumplen con sus requisitos de género y número pero ni uno solo de los realmente importantes: alimentar a los hijos, educarlos, amarlos. Sepan que nadie adopta hijos para maltratarlos. Y dejemos de lado las profundas reflexiones de la señora Mirtha Legrand, que se pregunta con toda candidez y soltura de cuerpo si no será posible que un padre homosexual viole a sus hijos. Claro que sí, señora. Como ser posible, es posible. Tan posible (y no más) como que lo haga un padre heterosexual, o un cura, o un director de escuela.

Pero quizás me dirán ustedes que vuelvo a confundirme, y que buscan para los chicos una "familia normal". Y los miraré esgrimiendo una duda, pues sospecho - ya me lo han demostrado antes - que al decir "normal" se refieren a que han proyectado su pequeña porción del mundo, creyendo que es la única válida, y que el resto era - y debía ser - igual. Ustedes quieren que "anormal" sea indistinguible de "depravado"(**), y eso no voy a permitírselo.

Un último comentario. Esta ley puede ser una pantomima mediática del oficialismo, un manotazo de ahogado de la oposición, o un solapada estrategia demagógica de los Kirchner. A esta altura ya me tiene sin cuidado. Quisiera que los legisladores corrijan los errores de la propuesta de unión civil y sigan adelante con el objetivo de fomentar la tolerancia e igualar los derechos. Lo único que quiero es que (una vez al menos) nuestros legisladores desoigan el clamor de la turba enardecida e ignorante que pide la hoguera para pelirrojos y mujeres epilépticas, y se haga eco de la voz de la razón y la justicia.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.


(*) Hasta que alguien se clone a sí mismo. Va a pasar. Tarde o temprano, alguien lo va a hacer. ¿Por qué? Porque se puede. Y cuando ocurra... bueno, ese día mezclamos las cartas y repartimos de nuevo.
(**) Sobre lo normal y lo anormal, tengo pensado ocuparme dentro de poco.


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