jueves, 16 de agosto de 2001

La Reflexión de la Semana

Nos rodean.

El círculo es cada vez más estrecho; nos asfixian poco a poco, casi sin que lo notemos. Nos sacan el aire mientras nosotros nos preocupamos por caerles bien.

Y ellos, los de afuera, nos sonríen, por supuesto. Nosotros, imbéciles y crédulos, pensamos que hemos conseguido su gracia. Pero ellos conocen - y nosotros no sospechamos – la realidad tras la mueca. Saben que no nos sonríen, sino que se ríen de nosotros.

Nos compran.

Primero compran lo que no tenemos. Luego nos venden el deseo, la tentación de tantas porquerías. Y nosotros compramos. Nuestra voluntad ya no es nuestra.

Luego compran alguna chuchería que sí tenemos, y entonces esa chuchería ya no es nuestra. Perdemos nuestras idioteces.

Más tarde nos convencen de que sería un buen negocio venderles alguna cosa un poco más importante. Un pulmón, por ejemplo. O una hija. La abuela va de regalo, ¿para qué la queremos?

Pronto han comprado tantas cosas nuestras, que no tienen lugar para guardarlas. Nos solicitan amablemente que se las guardemos durante algún tiempo; son tan buenos clientes que no podemos negarnos.

Nos dejan toda su basura en el jardín, sonriendo; siempre sonriendo.

Y nosotros también sonreímos… pero ahora ya no es un gesto, sino una mueca. Una mueca de inquietud. Por primera vez nos preguntamos si habremos hecho bien en vendernos. Rápidamente bosquejamos un inventario de lo que nos queda, en un afán desesperado de aferrarnos a nuestras últimas pertenencias. La lista sólo tiene un par de renglones: lugar suficiente para anotar nuestro número de documento, la ropa que llevamos puesta y nuestra última migaja de dignidad.

Decidimos que es hora de terminar con aquella feria barata, y corremos hacia nuestros hogares para atrincherarnos. Vemos – ¡demasiado tarde! – que nuestra casita blanca, con jardincito y chimenea (junto con las de nuestros vecinos), se ha convertido en un fabuloso centro comercial.

Nos miramos los unos a los otros, y nos preguntamos dónde iremos a vivir ahora. Es entonces cuando comprendemos la jugada maestra, el golpe genial. Desde debajo de una baldosa se infla un muñeco vestido de traje; reparte una papeleta entre los vecinos y nos tiende una lapicera a cada uno.

Algunos firman. Los meten en una camioneta, y se los llevan a alguna ratonera.

Pero quedamos quienes rompemos el contrato, y reventamos el muñeco con las lapiceras. Comenzamos a gritar. Agarramos palos; armamos bombas en botellas de vino y nos llenamos los bolsillos de piedras para la gomera. Enfilamos hacia el centro comercial, decididos a demolerlo, a recuperar nuestro inventario y nuestras vidas.

Un ejército pintado de una bandera que no es la nuestra nos corta el paso, nos reduce con armas fabricadas acá a la vuelta, vistiendo uniformes tejidos en la otra cuadra. Nos intiman a retirarnos, a firmar. Levantamos nuestro propio papel, el inventario de nuestras cosas (las últimas) con la esperanza de que comprendan que no pueden ganarnos, que no hemos vendido todo.

Nos señalan con el dedo y se cagan de la risa.

El muñeco vuelve a inflarse. Nuevos contratos y lapiceras son lo único que vemos entre las lágrimas.


No sabemos adónde va la camioneta, pero seguramente no es territorio argentino.


Dedicado a todos aquellos que no faltan el respeto, y así respetan también la memoria.

No solo el amor inquieta al alma sensible, muchachos.