jueves, 23 de febrero de 2012

Doblepensares contemporáneos

Ya está, la macana está hecha. El tren se la puso y los muertos, muertos están. Los únicos que pueden hacer algo ahora para que no sea peor la situación, son los médicos que están atendiendo a lo heridos.

Aquellos que para mantenernos nos dedicamos a actividades mundanas, vivimos en general adormecidos respecto a muchas falencias de la sociedad o sus conductores designados, hasta que pasa algo como la tragedia de ayer en la estación de Once. Cuando nos despertamos sobresaltados, y antes de volver a dormirnos, intentamos expresar conclusiones e indignaciones, pero sólo conseguimos limpiarnos la chorreadura de baba y balbucear recuerdos borrosos de nuestras orgías oníricas.

Reconozco que sufro de una notable tendencia al fastidio. Sin embargo, últimamente me siento bastante harto de varias cosas que entiendo deberían afectar a cualquier persona; ya sea un dormilón de la realidad, un militante lobotomizado o un ciudadano interesado por un poco más que el metro cuadrado que lo rodea.

Estoy harto de los discursos de políticos que nos describen con malabares retóricos una realidad ficticia y un futuro utópico, para mantenernos encandilados hasta el próximo sufragio, que nos insisten que no les miremos el dedo cuando nos señalan una luna de fantasía, al tiempo que planean usar ese dedo para mojarnos la oreja; de las fingidas declamaciones grandilocuentes por el sacrificio personal y las lágrimas derramadas por los desposeídos y despojados, cuando sólo buscan acopiar para sus propias arcas; de los oportunismos baratos para robar medio dígito del padrón electoral dentro de cuatro años. Todo esto me viene hartando en forma continua desde hace varios años. Pero mi hartazgo siempre tuvo la sana costumbre de verse dirigido hacia personajes lejanos: políticos repulsivos, periodistas carroñeros, opinólogos profesionales.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, me veo superado por una nueva clase de mediocridad: la del ciudadano común. No hay redundancia en esto, dado que todos deberíamos aspirar a que el común de la ciudadanía no sea mediocre, sino excelsa, y en continua mejoría.

Esta mediocridad se empezó a ver desde que esos ciudadanos comunes (por ejemplo, vos y yo, amigo lector) tuvimos acceso a medios masivos de comunicación. A uno en particular: la gloriosa Internet. Lo que debería ser el canal más equitativo para poner en práctica la libertad de expresión que tanto pregonamos, se convirtió en un museo de mezquindades; en un fiel y perenne registro de nuestra falta de coherencia, nuestra pobre rigurosidad de pensamiento, y nuestras torpezas más evidentes. Siempre tuvimos estos defectos, pero ahora se exhiben con más claridad.

Veo con alarma cómo las personas se afanan en defender cualquier tipo de argumento bizantino, cuando ese argumento lo abraza el partido político amigo; y veo con horror cómo, cuando el mismo argumento es defendido por el partido contrario, pasan sin ruborizarse a defenestrarlo. Esta oscilación a cara de piedra entre un argumento y su contra, entre una idea y la opuesta, es una característica reconocida en políticos y diplomáticos. Pero nunca creí que iba a identificarla tan notoriamente en mis conciudadanos.

Los ejemplos son múltiples, para quien pretenda no saber de qué hablo.

Pedir que rajen a patadas a quien corta una avenida cuando le molesta para llegar a tiempo al cine, pero escandalizarse cuando se desaloja una ruta en el norte del país; conversamente, (noten la curiosa bidireccionalidad de la incoherencia) enarbolar la loable bandera de la no-criminalización de la protesta social cuando el piquete es en contra de un enemigo, pero justificar la represión cuando el objeto de la protesta es un camarada.

Exigir la horca para Macri y declamar las maldades de la derecha cuando se cae un edificio, pero pedir que no se politice la tragedia cuando un tren desbocado, cuya responsabilidad es del gobierno nacional, mata a cincuenta personas de un saque. En el otro bando, pedir que renuncie Cristina, que se quemen los huesos de Néstor y que entierren en un fosa común a los miembros de La Cámpora cuando hay una tragedia en el ámbito nacional, pero hacerse el otario cuando la desidia del gobierno de la ciudad descuida los árboles y una rama caída mata a una nena.

Machacar día y noche durante años con la causa de escuchas de Macri, pero indignarse cuando alguien sugiere que es una porquería que Gendarmería lleve un registro con datos sobre manifestantes. Desde la otra vereda, argumentar que la causa de las escuchas fue armada por el aparato político del kirchnerismo para ensuciar la imagen de aquel que - se presume - puede hacerles sombra en una elección, y declamar el retorno de la dictadura y el fascismo cuando una fuerza pública hace inteligencia.

Exigir que los productores del campo repartan sus beneficios en épocas de buenaventuranza, e invitarlos a que se jodan cuando la sequía amenaza con dejarlos en la ruina. Desde la otra tribuna, llorar que el estado se roba la renta bienhabida de la gente del campo a través del cobro de impuestos excesivos cuando esa renta es alta, y derramar lágrimas de cocodrilo porque el estado no ofrece ayuda (que surge de la renta bienhabida de otras áreas productivas) cuando la lluvia se niega a caer.

Perder la voz gritando que finalmente se ve la verdad detrás de la mentira cuando se suben las tarifas de servicios subvencionados por el gobierno nacional, al tiempo que se justifican las suba de ABL en la CABA explicando que es un sinceramiento largamente postergado. Desde el otro lado de la urna, desgañitarse en apologías de rebelión ciudadana cuando el gobierno de la CABA aumenta el subte, pero defender a capa y espada los aumentos en las tarifas de la electricidad y el gas vendiendo el panfleto humedecido de la justicia social y la repartija para los que menos tienen.

Tuve la descorazonadora epifanía de que esta bipolaridad del raciocionio no es un fenómeno nuevo, sino que recién ahora se expresa en público. No pretendo desconocer que las personas cometen errores; que en muchos casos aprenden sobre la marcha, y que la experiencia les enseña sobre los errores cometidos pasado. No es eso lo que ocurre. Se ve una total indiferencia por declararse en un error y corregirse; ya que equivocarse y mejorar se considera una atribución de débiles, tibios y relativistas.

Identifico causas bien distintas pero igualmente deplorables.

En primer lugar veo que existe una total falta de escrúpulos al momento de opinar. Que la simpleza de los métodos para expresarse en público, y una exagerada noción de la propia valía, favorecen la liviandad del pensamiento: es más importante opinar rápido, para no quedarse fuera del tema del momento, que opinar más tarde pero habiendo pensado con mayor detenimiento. No existe mediación entre el primer impulso del cerebro y la exteriorización de ese impulso. La inmediatez del medio atenta contra la calidad del contenido.

En segundo lugar, veo una clarisima ambiguedad entre dos extremos. En un extremo del espectro, una inentendible necesidad de elegir un único partido político, una única idelogía, una única forma de interpretar la realidad, y que esa elección no sea modificada nunca jamás. En el otro extremo, una total prostitución de esa misma elección. Veo que quienes parecen más expertos en las negras artes de la política y la diplomacia se mueven más cómodos en este último extremo, mientras que los más primerizos o ingenuos creen fervientemente que el primero es el verdadero. Ambas cosas fuerzan a quien las sufre, tarde o temprano, a defender una idea que en algún momento criticó o atacar otra que antes hacía suya.

Me resisto a creer que el ser humano debe declararse imposibilitado de resolver este problema. Sé que yo lo he sufrido y lo sufro de tanto en tanto, e intento de resolverlo. Pero no veo ni la menor preocupación o intención de resolverlo por parte de mis conciudadanos.

Ayer una tragedia nubló los titulares, y fue inmediata la reacción de todos los doblepensadores. En una esquina, los que pedían el fusilamiento sumario de toda la cadena de responsabilidades, desde el maquinista que seguramente estaba borracho o era un inoperante, pasando por el ministro de transporte por corrupto y llegando a la Presidenta por darle lugar tácita o explícitamente a la tragedia. En la otra, la de los relativizadores que se afanaron en explicar que un accidente es tal justamente porque no se puede evitar, que no hay que politizar la tragedia, y que los medios son corresponsables por focalizar su atención en este hecho lamentable.

Los dejo con un certero y contundente concepto que nos legó nuestro amigo George Orwell:

"Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Ésta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar."

A ver si de a poco conseguimos dejar de lado los vacíos criterios de lealtad partidaria y dogmatismo militante, y pasamos a defender ideas que creamos correctas o condenar las que nos parezcan erróneas, no por quién las enuncie, sino después de haberlas analizado con honestidad y rigurosidad.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.


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