sábado, 28 de mayo de 2005

Escuchando a Lennon y a uno mismo y a todas las cosas

Mis queridos pelandrunes:

Es difícil explicar la extrañeza de no sentirse uno triste. ¿Buscamos la tristeza? No, pero la esperamos. ¿Cuántas veces pareció ser el resultado final e inevitable de cada decisión errada, de cada traspié? ¿Cuántas veces pareció ser la condena que nos esperaba al final de un camino que sabíamos equivocado pero al que nos arrastraba nuestra inefable ecuación personal?

Ha caído la noche y nada de eso ha ocurrido. Más bien, se acerca a nosotros la noción de estar comenzando algo. Este comienzo es posible sólo porque ocurrió un final. No feliz, no triste: un final y no más, sin decorados ni derrumbes ni lágrimas ni festejos ni declaraciones magnánimas ni corazones en llamas ni atardeceres ni paraísos ni flores ni fuegos enardecidos por la desesperación de cartas escritas en el abismo de la noche ni nada de nada de nada de lo que pensábamos que sería oportuno o factible. Al igual que el resto de las cosas necesarias, prácticas, simples, sencillas e irreversibles que se manifiestan como leyes fundamentables del universo, este final ocurrió sin alharaca y un momento después el mundo seguía donde un momento antes y no hubo cometa alguno que detuviera su trayectoria o estrella ninguna que cometiese suicidio.

Muchos símbolos carecen ahora de sentido. Se revelan poco símbolicos y muy explícitos, por cierto. Dejaremos que su identidad, sin embargo, sea revelada a través de su futura ausencia. Tanta cháchara para decir que ya no hablaremos de ciertas cosas, que no usaremos ciertas palabras, y que hemos de buscar nuevos motores, nuevas musas, o abandonar para siempre y sin mirar atrás esta ardua pero gratificante tarea de exponernos a nosotros mismos. Ya no es necesario: las preguntas que con tanto afán insistían en quitarnos el sueño han sido desplumadas de un soplido; las incógnitas fueron descifradas.

Por las malas aprendimos a compartir la única cosa genuina que tenemos con quienes son los únicos que la merecen. Aprendimos porque ya no quedaba otra opción, porque sin importar lo que hiciéramos estaba ya todo dicho. Porque en el único momento cuando era escencial estar alerta, nos permitimos relajar la guardia y terminamos sacudidos y desbaratados por un huracán de propia factura.

La vida es una rueda y todo lo que hicimos volvió, como un preciso ejemplo de justicia celestial.

Y a pesar de todo, el "empecinado pesimismo" que sintiera cierto lector crítico y avisado (de ésos que preferimos y buscamos) en éstas nuestras líneas casualmente más esperanzadas, encuentra su muerte de manera indeclinable. La página está en blanco y las viejas reglas ya no son aplicables. Será otra la medida de nuestro tiempo, otro el parámetro de la alegría. ¿En qué consiste el fin del pesimismo? En haber tomado la firme determinación de no abandonarnos al olvido.

Se cierra esta edición y con ella muchas otras cosas. Se completa el ciclo que nos mantuvo en vilo meses y meses. Muta en inocua espuma el patrón de horror que señalaba la eterna, estratégica repetición de apariciones y ausencias. Sólo una persona sabrá cómo interpretar estas piruetas con la exactitud necesaria, pues las migajas de mazapán que hasta aquí nos acercan fueron (intentaron ser) sutiles.

Sólo por esta vez diré que todo este circo fue, es y será por y para vos. Ya ves que la M temida no es la muerte, ni una mariposa, ni un monito...

Éste sí será un amanecer a gritos.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

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