miércoles, 15 de junio de 2005

La cacofonía de escuchar siempre lo mismo

Multitudes y soledades:

Entreviendo que más allá de la puerta hay un mundo mágico, les reflexiono en la cara sin el menor escrúpulo. Varias nimias verdades me han sacudido la última media hora. Nociones de esas ínfimas que se te aparecen cuando te lavás la cara, o cuando viajás en el colectivo y una vieja te pega con la cartera para que le dejes el asiento y te hace pensar que la vida apestaría mucho menos si la gente (incluso vos mismo) no fuera tan animal y tan poco gente. Verdades en cuya acumulación indiscriminada, inconsciente y continua consiste el sentido común.

Escuchando una hermosa canción tuve la noción de que las palabras pueden ser maravillosas por sí solas, que la música es un regalo a los sentidos que de alguna forma dispara suspiros en el alma. Pero... ¡juntas! ¡Juntas, en el nombre de todo lo que no me hastía... (que no es poco)!

Cruzándome con un vecino aprendí que, así como las palabras y la música son componentes primordiales de la escencia misma que nos define y diferencia, un silencio oportuno, el ahorro de una mirada, la cancelación de un gesto, son la necesaria pizca que aglutina la mezcla y permite que no nos alienemos.

Sucede así que por cada fuerza existe su contraparte. Cada alegría se mide por la lágrima opuesta. Cada palabra que calles cuando sepas que debés callarla aunque te explote en el pecho volverá en forma del esperado susurro de quien te haga temblar. Y sí, no hay con qué darle: cada poema que recites se te cruzará en alguna esquina como un llanto.

Pero esto no es triste; sencillamente, ES. Desconozco el por qué. Algo es seguro, al menos: este por qué elusivo vendrá de la mano de alguna lavada de cara, algún carterazo certero u otro vecino insoportable.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

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