martes, 9 de noviembre de 2004

La Reflexión de la Semana

Mis queridos seres alados:

El cursor indeciso parece burlarse de mí. "¿Qué harás, compadre?", me pregunta. "¿Sobre qué divagarás esta semana?". Pues son dos los temas que están planteados, muy claramente, en el calendario de estos últimos siete días. Uno de ellos, importante, mundial. El otro, más cercano y humilde, pero quizás de efectos más perceptibles. La política y el corazón parecieran ser temas separados por distancias cósmicas. Poco sé sobre política, y aparentemente mucho menos sobre el corazón, a juzgar por sucesos recientes sobre los que algunos estarán al tanto. Me atrevo, sin embargo, a esbozar algunas semejanzas que se dejan ver tras algo de reflexión y un poco de humo.

Se me ocurre que ambos versan sobre la naturaleza humana. Cargados de subjetividad, son escencialmente dos de los tantos perfiles por los que se puede aventurar una insensata exploración del las motivaciones del hombre. Nuestras vidas están sujetas a ambos, pues por mediante uno juzgamos nuestra felicidad, y según el otro consideramos nuestra situación en el mundo. Es imposible hacerse el otario: quien desconozca el poder de la política y del amor está ciego.

Aceptando esta relevancia, me pregunto: ¿cuántas veces, en nuestros días llenos de rutina, dedicamos un minuto siquiera a una profunda consideración de ellos? Confieso que el noventa por ciento del tiempo, mi mente se ocupa de trivialidades: acomodarme los anteojos, verificar que el cierre de mi pantalón no revele intimidades, lavarme los dientes, mirar televisión, adivinár qué está diciendo mi jefe.

¿Qué hay de malo en eso? Que de pronto suceden cosas, y no sabemos cómo reaccionar. El mundo se mueve hacia la locura y nos petrificamos como conejos encandilados. Nos encontramos con una vieja novia, y quedamos reducidos a un manojo de inquietudes y palabras bobas.

Recuerdo con claridad a Sandra, mi maestra de séptimo grado. Ella algo de esto sabía. En cierta carta que aún conservo, escrita pensando en nuestro entendimiento del mundo, en nuestra ocupaciones preadolescentes, esbozó algún concepto en este sentido. Nos dijo - a mí y a mis compañeros - en aquella correspondencia, que si bien podía enseñarnos a hacer análisis sintáctico, o a escribir un resumen, más difícil era conseguir que enfoquemos nuestro esfuerzo en crecer y convertirnos en personas de bien. Ella sabía que terminaríamos la escuela sin estar preparados para andar por ahí. Me dirán "Para eso está el secundario". Me dirán "Para eso está la universidad". Otro les reponderá "No hay escuela que enseñe a amar". Haría falta, sugiero, un entrenamiendo en la vida, que hoy por hoy sólo se consigue viviendo. Como ya muchas veces hemos dicho, a este paso completaremos nuestro aprendizaje en instante mismo de nuestra partida.

¿Qué nos queda, entonces? Si comprenderemos aquello que más necesitamos saber una vez que ya no nos sea útil, ¿qué podemos hacer? Todo lo que podamos, digo. Todo lo que podamos, y entonces no tendremos arrepentimientos. Sospecho que hacer nuestro mejor esfuerzo es razón suficiente para ganarnos el derecho de ir al Paraíso. Pero en tanto abracemos la ley del mínimo esfuerzo, nada bueno puede esperarnos a la vuelta de la esquina.

Niños, niñas: den lo mejor, siempre, en cada momento. En las grandes hazañas y en los momentos mínimos. En las tragedias más agobiantes y en las alegrías cotidianas. Den lo mejor y sonrían.





Un abrazo, un apretón de manos, un beso o una caricia, según corresponda.



Tincho (aún azorado ante la fuerza inefable y monstruosa del azar)

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