jueves, 8 de septiembre de 2005

Un año de aventuras

Mis queridos chichipíos:

La peor de las pesadillas se cobró una víctima. La reflexión de la semana sufrió un corte de energía en pleno desarrollo. Ya ven que el infierno es - entre otras cosas - la malsana acumulación de molestias cotidianas. Haremos lo posible, a pesar de todo, por transcribir lo poco que nuestra memoria haya conservado.

Los procesos que tienen por finalización o corolario una reflexión de la semana suelen comenzar de manera sutil y cautelosa. Se desarrollan en la sombra, con quieta seguridad, y es habitual que tengan descenlaces portentosos, cambalacheros, dterribles en su inevitabiliad. Hoy, sin embargo, la reflexión es el producto irrefutable de un propósito concreto, encausado, contenido. Las nociones que expondremos fueron tejidas con paciencia y dedicación, trabajadas en la fantástica factoría que sólo existe cuando todo otro pensamiento se suspende.

Recapitulamos, entonces, y afirmamos que la trama de los sucesos ocurridos desde el primer día de este ¿glorioso? año deja entrever un comportamiento insólito. Insólito por la novedad de su ocurrencia, o por sabernos capaces o aforturnados de poder reconocelo.

Este año se caracteriza por su generosa oferta de aventuras. Impera, llegado este punto, la necesidad de llamar la atención sobre una advertencia: no olvidamos las porquerías que también poblaron este ciclo. Numerosas fueron, locales y foráneas, pequeñas y trascendentales. Molesto y redundate es, a esta altura, comentar sobre nuestra facilidad para contabilizar pesares. Será que hoy se vio un nuevo sol, será que el aire ya está cambiando, las flores expectantes, será que los buenos recuerdos pueden hoy más que los tristes: nos permitiremos en esta oportunidad dejar de lado la iniquidad y celebrar esta gran pachanga que es abrir los ojos y respirar.

Así es: aventuras mínimas hubo, y también aventuras inesperadas, y otras que ya tenían algún retraso, y otras apresuradas pero no por ello menos oportunas. Están también las aventuras majestuosas, que empezaron quién sabe cuando y no tienen fin a la vista. Hubo aventuras esclarecedoras, y para que la balanza no se queje hubo, por supuesto, aventuras que aportaron su cuota de confusión.

Contadas noches atrás, cuando las estrellas cobijaban una ronda espumante, compartí con un oído amigo un pesar erróneo. Dije en aquel momento que la vida no me traía aventuras. Hoy evalúo aquella equivocación, y reivindico la frase que nos habla del cristal con el que se miran las cosas. Otras frases célebres quieren invadir estas líneas, pero preferimos alejarlas con un llamado a la cordura.

La hazaña de descifrar las aventuras escondidas tras el manto de la rutina no termina aquí; no, señor. Con este nuevo cristal apreciamos que cada una esconde la posibilidad de muchas otras; así como cada paso que damos al caminar da lugar, con su muerte, al siguiente. Intuimos que la próxima gran empresa empieza a construirse concluyendo la actual. Esto es nuevo, estimulante y simpático.

Así, esta noche nos encuentra a punto de explorar un mundo nuevo. La aventura de un amigo afortunado nos abre la puerta - literalmente. Casi sin querer hemos aceptado el desafío. Nos embarga la curiosa mezcla de calma y ansiedad que precede a los momentos que, de antemano, sabemos son fundamentales.

Nuestros amigos de siempre nos dan cátedra y buenos consejos. Uno de ellos me explica que sí, que hoy puede ser un Gran Día. Le creo: nunca lo pillé en un traspié. Así que nos ponemos la mochila al hombro, nos aflojamos la corbata, y de cara al horizonte pero sin olvidar el camino que hemos arado, le decimos "aquí estoy" a la posiblidad de un buen momento.

Cierro esta edición con un deseo simple y cursi, pero bienintencionado: que puedan ustedes, mis compadres, desenterrar la aventura en sus días.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.